Creedme cuando os digo que si busco la felicidad, por ejemplo esta semana pasada de Feria de Málaga, la encuentro en mayor medida en un frío pasillo de Mercadona comprando leche entera y el pan a 0.39 €; o jugando una partida de palas a la orilla del mar en la Playa de Los Rubios; o limpiando mi escritorio de archivos que languidecen en el tiempo a la espera de ser borrados; o leyendo un par de libros de Antonio Muñoz Molina (que no me han gustado pero ya hablaré de ello). No soy un hombre de fiestas. Tampoco llevo mucho años en Málaga. Hablar de la Feria y de la polémica de la Feria, por lo tanto, es un ejercicio bastante arriesgado. Ahí vamos.
Subamos a la noria. La única fiesta objetiva es la muerte. Todas las demás fiesta, por grandes o pequeñas que quieran parecer son plagios, o sea polémicas, debatibles. El modelo de Málaga no difiere de otros modelos, de otros lugares. Se trata de beber, de juntarse con amigos, de salir de la rutina, de celebrar… Pobre argumento, sí, quizás, pero el ser humano es pobre de origen. ¿Qué le vamos a hacer? Hace unas semanas, estuvimos en Donostia, en la Semana Grande, y la idea era la misma.
El Alcalde de Málaga, Francisco de la Torre, opina que el actual modelo es el ideal y no hay nada que cambiar. La oposición sostiene que alguien debe quitar la venda al primer edil. Los vecinos del centro piden que la Feria vaya al Real, y los Peñistas sentencian: “si quieren Feria de Málaga en el centro, que se cierre el Cortijo de Torres”. Martín Moniche, en change.org, inicia una campaña, con casi 4.000 firmas, para abrir una mesa de diálogo. Debate servido.
La polémica es inútil si no hay esperanza de que resulte provechosa. La mesa de debate es loable si es, si no resultará sólo fuego de artificio, campaña publicitaria y hasta el año que viene. Málaga ha apostado por ser una referencia cultural y la Feria del Botellón choca contra ese proyecto. Tampoco conozco ninguna fiesta donde no haya estimulantes. En fin, lo mejor sería el ideal aristotélico que dice que “lo mejor es salir de la vida como de una fiesta, ni sediento, ni bebido”.
Paso unas horas en la Feria de Málaga. Veo a amigos, charlamos, bebemos, siento el fervor colectivo y me dejo llevar moderadamente. Ya no soy el que era. Sobrepaso la Plaza de la Constitución, callejeo y me topo con escenas que me recuerdan a San Fermín, al FIB, a los botellones universitarios, a una rave: litros de Cartojal y otros combustibles en los cuerpos, aroma de bodegas y sedimento, mandíbulas desencajadas y agujas en el paladar. Viendo la imagen, recuerdo como se puede llegar a sentir la soledad en medio de la muchedumbre, como en esa fiesta que es Za Za, emperador de Ibiza, con una multitud de personajes que “creen haber alcanzado la madurez sin, en realidad, haber abandonado la infancia”.
Como guiri que soy, siete años en Málaga aún no me han convalidado nada, siento cierto exotismo en la Feria de Día, verdiales y trajes típicos, no lo niego y me gusta, pero me falta un denominador común, un elemento vehicular y diferenciador. Las Fallas y la pólvora, San Fermín y los encierros, Moros y Cristianos y los trabucos…
A falta de un elemento que sobredimensione al resto, la Feria de Málaga debiera de alejarse de los clichés del todo vale y el bochorno, reinventarse, crear nuevos espacios comúnes, tomar decisiones consensuadas y llegar a otro modelo que no sea lo que estamos proyectando. Feria de Málaga, sí, claro, siempre, una pechá de Feria, pero no botellón que, por cierto, ya inventaron los hermanos Troncoso en la Castellana de Madrid en los 80. Parafraseando a Delacroixe, “el primer mérito de un cuadro (sustituir cuadro por Feria de Málaga) es ser una fiesta para la vista”. Feria sí, pero, por favor, una gran Feria.