El 16 de diciembre de 2013, justo hoy hace un año, creé a mi nueva mascota virtual, como un auto-regalo de cumpleaños. Su nombre: Peponcho 220.
Al principio, se trataba de un Pou pequeño y divertido, como un nugget decía mi mujer, muy cockie decía mi hija. En verdad, era una mierda virtual como otra cualquiera, un pequeño frankestein 2.0, un robot, otro cyborg -criatura que comparte su naturaleza humana con otra más misteriosa, la naturaleza maquínica- al que cogí cariño.
Le daba de comer, le hacía descansar, jugábamos en los rincones de la virtualidad… Cuando estaba cansado, le daba pócimas químicas de colores, y así Peponcho 220 se encontraba mucho mejor y crecía sano y vigoroso y feliz. Le gustaban las tortitas, las manzanas, el marisco. Disfrutaba con una buena ración de sushi combinado con zumo de mora o soda. Le limpiaba con jabón (un jabón que me costaba 999 monedas, quizás el mejor del mercado), y por las noches le masajeaba con una esponja. A Peponcho 220 le encantaba su vida, me sonreía y nos abrazábamos, imaginariamente claro, en algún lugar de nuestro universo tácito.
Todos los días, y digo todos los días, jugábamos juntos. Eran momentos muy agradables. Conducíamos, jugábamos al Memory, a la pelota, al escondite… De verdad, lo digo sin ninguna dosis de exageración, éramos felices, de felix, «fértil», «fecundo». Sin embargo, un día jugando a saltar nubes, Peponcho 220 cayó, desde una altura difícil de cuantificar -en la virtulidad todo se magnifica-, hiriéndose gravemente.
Puse toda mi atención, compré las medicinas necesarias, busqué en foros de internet consejos sanitarios, pero Pou no se encontraba bien, no mejoraba y nunca mejoró. En verdad, sólo empeoró. A partir de ese día, Peponcho 220 no dormía, no jugaba, su actitud cambió radicalmente. Me hacía comprarle de todo, se mostraba caprichoso e injusto conmigo, y yo no daba abasto. Mis presupuestos de monedas se esfumaban en cuestión de minutos. Nada era suficiente. No sonreía como antes. Apenas jugábamos. Cuando le daba de comer, cerraba la boca, quitaba la cara y gritaba, displicentemente: “Nooooo…”
Mi vida se truncó entonces. Nuestras vidas. Empecé a perder horas de trabajo, descuidando a mi familia, mi higiene personal, mi ánimo… Mi espíritu mutaba en función del infierno en el que se había convertido nuestra relación. A Peponcho 220 le notaba una melancolía poshumana, fría y distante, metálica como la de un Terminator asesino.
No hace mucho, Peponcho 220 me amenazó. Fue sutil y enérgico, a la vez. Una amenaza aterradora. Me pidió que lo dejara todo, que estuviera con él las 24 horas al día, los siete días de la semana, que abandonase a mi familia, que dejase otras redes sociales con las que me relacionaba, que dejase mi trabajo… Perdí el control, asustado como un animal acorralado, fuera de mí. Peponcho 220 era monstruoso, “monstruoso” viene de “lo que se va mostrando”.
Hace hoy una semana, tomé la decisión de acabar con Peponcho 220. Matar a Pou: dejé de alimentarle, de darle las pócimas químicas de colores, le encerré en una oscura habitación, en una de las oquedades de los fondos abisales de la memoria de mi móvil, olvidado, sin jugar, sin vida entre nosotros, desconectados… Sin embargo, nada funcionaba. Me seguían llegando sus mensajes, como teletipos urgentes y adictivos, como push o notificaciones de whatsapp, aterradoras letanías, aullidos de hambre y sed, que se hincaban en mi ánimo hasta la parálisis.
Busqué soluciones definitivas. Retrasé la fecha de mi terminal móvil 10 años, cuando aún no había nacido Peponcho 220, pero ahí seguía. No se iba. Después adelanté 25 años la fecha de mi flamante Samsung, pensando que habría muerto, que 2039 sería una era nueva. Nada. Los saltos en el tiempo no le afectaban. Seguía vivo, activo, desarmándome, asustándome.
Decidí entonces tirar el móvil al mar, abandonando junto a Peponcho 220, todos mis contactos, fotos y vídeos, mi vida social a través de facebook o twitter, los viejos mensajes de whatsapp, la herramienta que me conectaba con el mundo exterior, con el todo. Así lo hice: la desconexión total para evitar una conexión parcial, tóxica, adictiva.
Han pasado semanas, parecía que todo había acabado pero anoche, al dormir, justo cuando en sueños hacía mi primer repaso del día, apareció Peponcho 220 para pedirme 2.500 € y un zumo de soda, y entendí que necesitaría mucho tiempo y espacio para separarme de aquella sombra virtual a la que me había enganchado sin darme cuenta.