Vaya por delante que soñó que estaba soñando. Sabía, desde el primer instante, que aquello era una ensoñación, un espejo roto de su subconsciente, otra locura… Soñó, digo, que hacía una obra fastuosa, legendaria, reconocida mundialmente, su obra, la definitiva.
La idea era sencilla. En esencia, consistía en construir uno de esos vulgares edificios de veraneo –hay decenas de miles de ejemplos en la costa española, ustedes saben de lo que hablo- en medio del Desierto del Sáhara. Sí, nada más, un bloque vulgar de edificios en medio de la nada.
Calculó un punto exacto, a través de Google Maps -un Google Maps rehecho a medida para sus sueños-, en la Hammada argelina, perdido en la inmensidad del Sáhara, a unos 450 kilómetros al sureste de Béchar, en el mismo infierno, donde nada habita.
La idea pasaba por hacer una obra original, una escultura más que una arquitectura, apartada de todo, aislada de todos. La casa, de viviendas pequeñas e incómodas, tendría unos ventanucos diminutos, una terraza de 2.50×1.75, persianas de rejilla verde y una azotea inútil. A pie de calle, el edificio –mi edificio, pensó orgulloso en el sueño-, tendría un supermercado de barrio, una óptica y una peluquería con preciosos carteles de modelos occidentales, de los años 80, tipo Shalom Harlow o Helena Christensen, todo muy cardado, lacado y con mucho brillo.
Reitero que el edificio estaría completamente apartado, aislado de cualquier asentamiento humano, en un lugar inhóspito, en el que nadie vive ni vivirá jamás… Justo en ese hecho, en la imagen solitaria, radicaría la fuerza expresiva de su obra, reflexionó orgulloso.
Incluso soñó un nombre para su obra: EDIFICIO MIAMI, pronunciado en español, mi-a-mi. Después despertó y pensó en que aún quedaban justo cuatro meses para navidades.