Cosmética

21 Nov

Llevo una semana bajo el bombardeo de imágenes de la conmemoración de la caída del muro de Berlín. Hay que ver qué bonito quedó todo. Recordaba a una ceremonia olímpica, con reparto de medallas incluido. ¡Qué bien, qué bien! Hace 20 años derribamos el muro de la vergüenza, el muro del comunismo. Ya podemos respirar tranquilos. Yo suelo ser de talante conformista, pero la verdad es que hubo algún momento en que se me retorció el colmillo. ¿Ya no quedan muros ignominiosos en el mundo? A mí me vienen a la cabeza unos pocos: el que está levantando Israel en Cisjordania también da bastante vergüenza, aunque la ONU, tan educada, lo diga en voz bajita, y no digamos esa valla doble con todos sus complementos de electrificación y video vigilancia que rodea Ceuta y Melilla. Eso por citar sólo dos ejemplos, que tampoco es cuestión de amargarle la fiesta a nadie.

Lo peor de los muros es que su derribo a menudo no pasa de ser una operación cosmética. Hermosa, pero superficial. No hay más que leer las encuestas entre los habitantes de la Alemania unida para descubrir que siguen viviendo en condiciones de desigualdad y mutuo recelo…

En nuestra ciudad también hubo muros en otro tiempo. El que separaba la miseria del barrio de El Perchel de los ojos impresionables de la Málaga burguesa desapareció antes de que yo tuviera uso de razón, pero en los años cuarenta representaba una auténtica frontera, con su guardia fronteriza y todo. Una vez escuché a un obrero contar que, por más que se endomingaran para pasear por la calle Larios, los percheleros acababan siempre siendo descubiertos por los policías y devueltos entre pescozones a su lado del muro. Los delataba la mala calidad de las ropas o el calzado, el encallecimiento de las manos, la pobreza grabada en el rostro.

Hoy la calle Larios no tiene un acceso restringido. Hasta los pobres pueden ir de visita, siempre que no les delate su cara o no tengan actitudes sospechosas que tan libremente interpretan nuestros democráticos agentes de policía local. No pueden dormir en los bancos públicos porque se hicieron a propósito para que ningún adulto de estatura estándar lograra tumbarse en ellos salvo haciendo contorsiones dignas de un artista del Circo del Sol. Pero todos estamos de acuerdo en que la pobreza afea la calle. El que pueda, que repose en los asientos de pago de las terrazas, que para eso están, y el que no, a su casa.

La pobreza está para esconderla, pero a veces no se puede. La llegada de las obras del metro a la Avenida Juan XXIII ha obligado a desviar el tráfico por la barriada de Los Palomares, una de las más degradadas de la ciudad. Supongo que si no se ha erradicado aún será porque los terrenos sobre los que se asienta no son particularmente atractivos para la especulación inmobiliaria. El caso es que a muchos de los conductores obligados a incluir la visita turística a Los Palomares en su itinerario les da miedo pasar por allí. Digo yo que más miedo les dará a los que viven allí todos los días, pero esos no cuentan. A lo mejor el escándalo de la gente decorosa obliga a nuestros gobernantes, tan devotos de la imagen, a hacer algo al respecto. Por ahora no se espera. Todos están ocupados opinando sobre los contenedores soterrados que han colocado a la entrada de calle Larios, porque es una vergüenza que en una ciudad turística haya basura a la vista.

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