Soy de lágrima disimulada y corrediza. De los que se las sorben cuidadosamente camufladas durante los discursos bien halagados para no sembrar dudas sobre mi rudeza. Otros, los que no saben descansar en los detalles, las considerarían fáciles. No. Todo lo contrario. Mis lágrimas son incomprensibles, dificilísimas. La fibra sensible se me desata especialmente con las manifestaciones artísticas más mediocres. No recuerdo el caso de que me haya ocurrido contemplando un cuadro o una escultura, que sería quizá una sensación más satisfactoria para mi alma dispuesta. Sobre todo si me pasara en un museo de arte contemporáneo. Eso me encantaría. Pero no. Me sucede, en cambio, muy a menudo y a mi pesar, cuando, por ejemplo, disfruto, a lagrimal libre de miradas indiscretas, de una buena escena tramposa con moraleja heroica de un peliculón de pañolada, o con ciertas melodías musicales, que no tienen por qué coincidir con las que más me agraden, comenzando por Verdi, pero, si tuviese que decantarme por algún llanto oculto estrella, señalaría, sin duda, el que sufro de reojo con los versos más susceptibles de ofrecer dolor placentero. Soy un verdadero llorica de los versos hirientes. De los certeros. Los que se clavan en el pliegue de la víscera desconocida en la que se esconden todas esos momentos nostálgicos que aún no se han vivido. Incluso he llegado a la conclusión de que un poema si no me hiere, es prosa y, por eso será que no lo entiendo.
Uno de esos libros de poemas que contiene cuchillas de honestidad entre sus versos lo escribió José Luis González Vera hace un tiempo. Cuando la vida le hizo mayor de lo que es ahora. Antonio Soler debió herirse entre sus páginas, como tantos que se atrevieron a violentarlas, y debió de ser por eso que decidiera rendir un pequeño homenaje a José Luis, incluyendo unos versos de Los Barrios Lentos en su última novela publicada, Sur.
Y, siguiendo el hilo, aguantando la respiración para no emocionarme ahora que me miran, iba a nombrar a otro de mis navajeros de las letras favorito, a Ben Clark, para señalar una anécdota que le sucede con unos versos traperos que se le han revuelto y, desde entonces, navegan sueltos hacia Andrómeda: «Tú lees porque piensas que te escribo. / Eso es algo entendible. // Yo escribo porque pienso que me lees. / Y eso es algo terrible». ¿No lloran? Alentados por el éxito, los versos, sí, decidieron renunciar a su página en La mezcla confusa y desnudarse en las redes sociales por su cuenta, incluyendo una renuncia implícita de paternidad. Se hicieron virales y hay usuarios que lo manosean como proverbio chino, como obra de Mario Benedetti o presumen de haberlo imaginado ellos mismos. El verdadero autor no se lo ha tomado a mal. Le decía Ben Clark en una entrevista a Daniel Escandell «mi poema viral ya no es, claro, mío. […] no es mío y no es de nadie, supongo. Quizá sea su propio dueño y tenga vida propia».
Eso es lo que les habrá pasado a los versos de Aleixandre en Lagunillas. Los que eligió el dibujante Ángel Idígoras, con buen criterio, para añadirle un toque poético a los maravillosos besuqueos que pretendió en su esquina. Qué buena iniciativa y qué poco ha durado. Dicen los versos que escribió un hombre hablando de un hombre «la memoria de un hombre está en sus besos», ¿no lloran?, y alguien que pensó que el poema era su propio dueño o tenía vida propia, no lo entendió. Lo emborronó con muy mala letra -y la memoria de las mujeres, ¿dónde está?, escribió-, e insultó al navegante -machirulo-. Insultó a la inteligencia. Al poeta. Al pintor. A las buenas intenciones. A mí. Y a él mismo. Esto sí que es para llorar a moco tendido. Sin esconderse y con pañuelo a rayas naranjas y azules, por si hubiese que sonarse. Ángel Idígoras ha eliminado su obra de arte de Lagunillas: «antes de borrar a Aleixandre, prefiero borrar todo». Y colorín, colorado, este beso…
Amigo Gaby, que bonitas palabras para describir algo tan feo. Acabemos ya con acciones, por no decir barbaries, que emborronan tanto trabajo por la igualdad.