Hay una luz que nunca se apaga: tú contra el alba

30 Jun
Amanece...
Amanece…

“Bienvenidos a Berlín Occidental”, se podía leer en el cartel. A la izquierda, a la izquierda, un poco más, a la derecha… Ahora, perfecto. Lo colocaron en la puerta de casa y entraron. Acababan de pasarse, sin saberlo aún, una nueva pantalla del juego.

Vivir como dentro de un cuento de Cortázar, donde suele funcionar alguna puerta que conduce a otra realidad. Ahora estoy aquí, en mi casa, con esta columna, en medio de este impasse de madrugada eterna, pero cuando termine este texto, abriré la puerta, habrá amanecido, y estaré en cualquier lugar.

Cambiaron los titulares de los periódicos, de forma radical, de un día para otro: “El Campeonato Mundial de Fútbol lo ganan todos los países a la vez”; “En las academias militares han comenzado a enseñar poesía”; “Fin a los tipos de interés”.

Una mirada, un helado, un beso, un mensaje privado en Facebook, ese lapicero de IKEA que encontraste en tu bolsillo y que te recuerda a ella, la línea de meta, el próximo libro, los nuevos sueños… “Para ser feliz hay que serlo”, le dijo cuando tomaban copas de bitter con ginebra y hielo, otra copa a la caída de la tarde, y añadió ella, “la felicidad hay que trabajarla”.

También les gustaba quedarse bajo el marco de las puertas y ver cómo pasaban los terremotos.

Berlín Occidental como una metáfora de una nueva vida. Casi 10 después, frente al mar, de nuevo, otra vez, todos los días alegres y satisfechos de aquella decisión de dejarlo todo y empezar de nuevo. Pase lo que pase, como decían los Smiths, “hay una luz que nunca se apaga” – There Is A Light That Never Goes Out-.

Se contaban historias que habían leído o escuchado. Como aquella de una joven negra, miope, Elvita Adams, víctima de un cuadro depresivo que saltó desde el piso 86 del Empire State Building. Su idea, le dijo, era el suicidio. Sin embargo, una fuerte racha de viento cambió su suerte, y la llevó de nuevo al interior del edificio en el piso 85. Sobrevivió sólo con una fractura de cadera. “Todos los principios son finales…, finales disfrazados de oportunidades”, se decían.

Y así fueron pasando los días, los meses, los años, diez años en Berlín, más de veinte juntos, y se dieron cuenta muy pronto de que un vacío relleno de vacío sigue siendo un vacío y de que era mejor tener paz a tener razón. Hacer las cosas bien y hablar mucho de todo, hablar libremente, con respeto, hablar a la caída de la tarde.

Y ahora llega el verano, y terminan las temporadas de los presentadores de la tele y hay que adaptarse a las nuevas rutinas y descansar, eso dicen, descansa y piensa en nuevos proyectos. Y llega el verano, digo, y yo me encuentro aquí a esta hora extraña, una hora que no existe para casi nadie¸ en medio de este impasse de madrugada eterna y, de pronto con lentitud poderosa comienza a amanecer.

Desde mi ventana se ven las primeras luces, el canto de algunos pájaros despertadores, y yo recuerdo un poema de Ángel González al respecto: “Una sombra más leve y más sencilla, que nace de tus piernas, se adelanta para anunciar el último, el más puro milagro de la luz: tú contra el alba”.

Es entonces cuando subo corriendo la escalera para saber si sigues ahí en la cama, si no te has ido, si sigues tú dentro de tus sueños, y al verte durmiendo yo vuelvo a soñar con lo que estarás soñando, y vuelvo diez años atrás, cuando pusimos el cartel de Berlín, a la izquierda, a la izquierda, un poco más, a la derecha…, y pienso en los días, en los meses, en los años juntos, en los Smiths y en aquello de “hay una luz que nunca se apaga”, una sombra sencilla que nace de tus piernas, el más puro milagro, justo en este instante: “tu contra el alba”.

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