Historias desde un AVE a 267 Km/h.

29 Mar
Vagón de un AVE, Madrid-Málaga.
Vagón de un AVE, Madrid-Málaga.

267 Km/h. Coche 29.  18.46. Voy en el AVE. Llevo días escuchando Islamabab, de Los Planetas. Dejo Spotify y me pongo a mirar a mi alrededor. La ventana, los campos manchegos oscurecidos por el anochecer, la peli que empieza en la pequeña pantalla, la gente… Me da por pensar en la cantidad de historias que suceden muy cerca de nosotros y de las que ni siquiera nos enteramos o queremos enterarnos.

En estos viajes a Madrid, desde hace ya ocho años, he entablado conversaciones variopintas con un escultor, una árbrita de rugby, el humorista Manuel Sarria, el hijo pequeño del dueño de una flota de autobuses de Torremolinos, creo recordar que se llamaba Carlos, una modelo colombiana… Quiero dejar claro que no soy el típico pesado que habla con cualquiera y le cuenta su historia. Son conversaciones que brotan de forma natural entre dos compañeros ocasionales de asiento. Con todos ellos, y a eso voy, nunca pude imaginar previamente las cosas que me iban a contar, su destino, sus porqués, sus regalos…  En definitiva, nunca pude imaginar sus relatos.

Nuestras vidas corren junto a otras, son líneas paralelas, y salvo contadas excepciones, nunca se tocan, ni si cruzan.  Discurren ajenas, sólo es eso. Por ejemplo, la felicidad extrema o el dolor más agudo pueden transcurrir junto a nosotros, paralelo a nosotros, muy cerca de nosotros, al otro lado del tabique, junto al cabecero de tu cama, en el asiento de al lado, y no saberlo.

Escucho la conversación de dos señoras detrás de mí. Hablan alto, como si quisieran enseñar sus historias, impúdicamente, como un exhibicionista desea enseñar su cuerpo en un Centro Comercial. Son de Marbella. Hablan de una amiga que tiene mestástasis pero “no está mal”, dice una de ellas. Sonrío levemente con ironía. Siguen contando detalles escabrosos hasta que una de ellas, la otra, concluye en alto: “la pobre es como Miss Mara, la trapecista, que trabajaba sin red”. Silencio. No sé qué pensar así que me levanto y me voy a la cafetería.

Podemos vivir muy cerca de una malísima noticia, del gran desastre, del cuento más tenebroso y jodido, y no tener ni idea. En el fondo, pienso mientras sorteo los vaivenes del tren, ese equilibrio imposible, camino de la cafetería, en el fondo digo, estamos inmunizados contra lo ajeno. No nos importa casi nada.  Siquiera nos duele los cinco primeros minutos, como cuando vemos las noticias y pedimos que nos pasen el pan, y luego ese dolor, ese sentimiento, ese temblor extraño, desaparece, se diluye en el olvido.

En la cafetería, unos ejecutivos beben ginebra y alardean de sus conquistas en Madrid. Es lamentable escuchar a este tipo de machos alfa vanagloriarse de, lo que en mi opinión, son sus inmensas miserias. Uno de ellos, el más lanzado al estrellato del momento, balanceándose, bastante borracho, sostiene que como “las putas rusas, ninguna”. Pido una cerveza, mientras recuerdo que algo parecido dijo, hace poco, Vladimir Putin. Todos ríen. Uno de ellos alza la voz y, para sorpresa de todos, grita: “yo echo de menos a mi mujer, quiero acercarme a ella, tocarla, abrazarla, besarla y decirla que la quiero”.

Historias de personas que viajan en tren. Mejores, peores, quién soy yo para juzgar. A mi lado, una treintañera revisa Facebook. Luego se pone una peli en su Mac, una de Morgan Freeman y Li Yu, y después duerme. Imagino que en la estación estará su chico, que la viene a recoger, que fuma tabaco de liar “Pueblo” y toma el sol en su azotea de Huelin… Cuando despierta la joven, han pasado treinta años.

Historias íntimas, abisales, que se repiten, que se reescriben, que desaparecen, universales, en progreso, a 267 km/h, ya cerca de Málaga, historias engrilletadas en un vagón pero que no se tocan ni se cruzan, siquiera se imaginan, se escriben para un post como éste y luego, ya, en un rato, desaparecen, se diluyen en el olvido.

 

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