Me gustaba la Feria del Libro en el Parque por representar ese espacio abierto de jardín frente al mar del que tanto gozaron habitantes ilustres como Vicente Aleixandre, Rubén Darío y Jorge Guillén, pero hay que reconocer que tal vez ahora que los libros parecen en sí mismos un arma revolucionaria frente a un mundo adocenado por las consignas virales, esas fáciles recetas de pensamiento global (¿pensamiento?) que propaga internet, se encuentren más a gusto en la Plaza de la Merced, que es señuelo, desde siempre, de vientos revolucionarios.
Aquí vivió el General Riego, del que recibió su nombre hasta mediados del siglo XX (Plaza de Riego), quien se dejó la vida en combatir el absolutismo del monarca más nefasto de nuestra historia y que también se recuerda por apellidar el himno de la República. Aquí hubo ruido de sables cuando se decidió proclamar el cantón independiente de Málaga, aquí se erigió el monumento a Torrijos y sus compañeros, fusilados sin juicio previo en la playa de San Andrés, por querer recuperar para el país el aliento liberal de la Constitución de 1812. Y aquí también sufrió una gran emboscada quien quiso consolidar la villa para el cultivo de las artes, bajo el signo del progreso. Aquí, en fin, están presentes muchos héroes que dieron la vida por defender la libertad y, en ese marco heroico, pintan los libros de maravilla.
A día de hoy, no creo que haya un acto de mayor rebeldía que desconectar todos los invasivos aparatos electrónicos e, ignorando sus continuas alarmas, entregarse en silencio a las letras; pensarlas despaciosamente, digerirlas, y amotinarse contra la corriente. Sin amenazas de virus inminentes, sin inoportunas descargas de baterías, sin sobresaltos. Hay otros placeres, ya sé que sí, pero ninguno tiene tan pocas contraindicaciones.
Las comilonas siniestran los estómagos y, si son acompañadas de alcoholes, también los hígados. Y el sexo, en fin, requiere compañía por lo general, que es adentrarse en ese complicadísimo universo de las relaciones humanas. Los libros son otra cosa, los puedes dejar y no te riñen y, cuando vuelves a ellos, te acogen de nuevo sin reproches ni rencor ¿se puede pedir un amor más incondicional?
Costar, no cuestan mucho. Son gratis si tienes un carné de biblioteca y, si los compras, el librero te da quince días para hacer la devolución. Un tiempo muy sensato para decidir si los quieres contigo para siempre.
Feria del Libro, Plaza de la Merced. Me gusta esto. Entre tantas historias, contenidas en volúmenes, sopeso cuáles serán mis compañeros de verano, y en tanto, me recreo la vista con el violaceo color de las jacarandas y dialogo con los fantasmas de la plaza.
Me viene a ver Alejandro Sawa, que fue el Max Estrella de “Luces de Bohemia”, el escritor que intentó la fama en Madrid y París con iluminada pluma, pero que después de deambular por tabernas y cafés dormía en el hueco de una escalera y murió loco, ciego y furioso.
Veo también a Pedro Luis de Gálvez, vecino de la plaza, no tan conocido por sus brillantes sonetos como por su personalidad controvertida. Fue bohemio y anarquista y por no poder vivir de la literatura, sobrevivía dando sablazos como un mendigo. Se le acusaba de violar y asesinar monjas y de la ejecución del escritor Muñoz Seca como chivato, pero acogió en su casa a perseguidos como Ricardo León y protegió a muchos más de signo contrario. En torno a él se forjó una negra leyenda, que, como toda leyenda, tiene un poquito de fantasía y se consolidó como personaje en “Las máscaras del héroe” de Juan Manuel de Prada.
Por supuesto, no faltará Arturo Reyes, el primer feminista de la ciudad, que contó tantas desgracias de las mujeres humildes de la Trinidad y el Perchel, como la Goletera, que por sufrir una violación de niña, andaba manchada para siempre y, guardando su tragedia en silencio, tenía que renunciar al amor y el matrimonio ¿Qué pensaría Arturo Reyes de este asunto de “La manada”?
Pero mi visitante favorito es Juan José Relosillas, fue un articulista malagueño, amante de la sátira y la buena mesa. Por su acierto en la parodia tuvo muchos enemigos y le cerraba el gobierno a menudo publicaciones combativas como el “Etcétera”. Sin embargo, él no desistía y volvía a editar otra revista igual de beligerante que la anterior, que le costaba las más duras represalias y persecuciones, hasta que se hizo conservador y, aunque relajado, empezó a morir lentamente. Dejar su lucha lo mató, porque la lucha era su ser.
Entre todas estas presencias, la de Pablo Picasso es la más palpable por su célebre casa natal y esa estatua sentada en el banco de la plaza, que es la atracción favorita de los turistas.
Pienso a veces que esta estatua debe sonreírse al pensar que un crítico de arte local al publicar un catálogo sobre pintores malagueños en torno a los años 30, escribió “A Picasso no lo podemos incluir, porque todavía no sabemos si es pintor”.
Mañana a las seis de la tarde torearé en esta plaza con la firma de mi nuevo libro “El horror es mío (cuentos de humor y pavor)”. Y me sentiré a gusto comoquiera que se den las circunstancias, por ser parte sentida de este lugar, que entre la historia y la ficción, ha dado y seguirá dando tantos argumentos.