De paso por el no lugar

2 Sep
Trieste
Finalmente, el modo más cómodo de llegar a Croacia es tomar un vuelo directo hasta Venecia y empezar a aproximarse desde allí. A quien no conoce esta ciudad puede darle la oportunidad de hacerlo, aunque no recomendaría este primer encuentro en agosto; mes en el que la masificación del turismo y un calor húmedo y asfixiante, logran lo que parece imposible; desmerecer en parte los encantos de este destino entre los destinos.
De modo que, desde el aeropuerto de Venecia Treviso tomamos un autobús hasta la estación de tren de Mestre para poner rumbo directo a Trieste sin llegar a Santa Lucía.
Hay dos líneas de tren que llegan a Trieste desde allí; la ultrarrápida (Freccia) y la regional. Ambas, sin embargo, emplean el mismo tiempo en el trayecto; hora y media.
No obstante, mientras la hora y media del tren regional se hace interminable por el nulo funcionamiento del aire acondicionado, en el “Freccia” pasa sin sentirla, por lo cual merece la pena pagar la diferencia del coste y llegar a nuestro destino, aún descansados y pletóricos.
En Trieste conviene, al menos pasar un día, o, en lo mínimo, una tarde. Esta ciudad, excluida de las tradicionales rutas por Italia, tiene muchos atractivos que ofrecer a los viajeros ávidos de curiosidades y a los mitómanos de la literatura. En ella han nacido autores como Umberto Saba, Scipio Slataper y mi idolatrado Italo Svevo, autor de “La conciencia de Zeno,” siendo también lugar de visita o residencia para escritores como Stendhal, Rainer Maria Rilke y James Joyce, todos los cuales recibieron por estos pagos la llamada de la inspiración, dejando constancia de ello en su obra. Según cuenta Claudio Magris, también escritor y triestino en su ensayo “Trieste”, Rilke compuso en el castillo de Duino, sus dos primeras “Elegías a Duino” y James Joyce, que consolidó una fructífera amistad con Svevo, durante los más de quince años que vivió en la ciudad, escribió su “Ulises”, inspirándose para crear su protagonista, Leopold Bloom, en el director y fundador del diario “Il Piccolo”, Theodor Mayer.
Por su ubicación fronteriza y estratégica, Trieste ha sido habitada desde tiempos inmemoriales por personajes de todas las procedencias. Razón por la que se la ha llamado “primera ciudad Babel de Europa”; un lugar que es de todos y de nadie; “el no lugar”, según la denomina la impenitente viajera, Jan Morris, en su novela “Trieste and the meaning of nowhere” (2001).
Antes de perderte por las populosas callejuelas, llenas de terrazas de bares y restaurantes
que dan salida al lado derecho de la espaciosa “Piazza dell´Unità” hasta llegar a “Piazza de la Borsa”, en busca del almuerzo o la foto de rigor en los cafés literarios (el San Marco, el Tommaseo, el Torinese o el café de los Espejos) conviene que sigas sin desviarte hacia la parte alta de la ciudad para hacerte desde allí una panorámica idea de conjunto.
Por el camino, encontrarás el teatro romano, donde aún se dan representaciones y se conserva muy bien para su edad y muy cerca un supermercado en el que puedes comprar un tentempié para calmar el apetito. La gran comida del día es mejor reservarla para el atardecer en uno de los restaurantes en torno al gran canal.
Subiendo por las escalinatas de la colina de San Giusto, encontrarás los jardines del Risorgimento por los que accederás a la plaza de la catedral, que aunque está anexionada a una antigua iglesia, te parecerá pequeña para ser una catedral, pero precisamente impresiona por esa sobriedad medieval de su recinto. A la entrada, se vende en contrapunto una revista religiosa que es como un Hola del cristianismo actual, en cuya portada, el siciliano Sergio Ruffino, director del minifilm espiritual “Quo vadis, homo” afirma que “Il successo non mi ha dato alla testa” (el éxito no se me ha subido a la cabeza.).
Merece la pena escuchar la solemne campanada catedralicia cuando remiten los calores, porque la tarde triestina es más tempranera que en nuestro sur de España, y, después de ese toque, merodear por el emblemático castillo y asomarse al mirador, antes de bajar por las ancianas calles vividas que, en muchos rincones, nos recuerdan a Nápoles; porque Trieste es en algunas ocasiones Nápoles, en otras Venecia y en muchas, cualquier ciudad del mundo. Todo en ella se compendia y se amalgama. Ha sido cosmopolita desde antes de que se inaugurase el término.
Hay muchas cosas que se pueden hacer en Trieste al atardecer, pero sólo una imprescindible; ver la puesta de sol en el puerto, un festín para la vista que puede prolongarse con una cena de pescado fresco en alguno de los restaurantes en torno al gran canal.
El autobús a Zagreb sale al día siguiente a las 16.30, de modo que aún se puede planear por la mañana una visita en ferry al castillo de Miramar, que, con su fondo marino, tanto se parece a un espejismo. Sólo por visitarlo, merecería ya la pena haber emprendido este viaje.

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