Asalto a palacio

26 Ago

Los palacios son también para el verano. Todo viaje, más aún si es organizado, incluye la visita a uno o varios palacios. Y así esas residencias exclusivas donde se gestaron las más nobles dinastías y rancios abolengos hormiguean de tropas de turistas, masificando en chanclas, pantalón corto y riñonera los salones de pulidos suelos de mármol, donde danzaban antaño petimetres con bombachos de gala, camisas de encajes, peluca empolvada y lunares postizos.
Revestida de interés intelectual, la visita a palacio es en lo más suave un acto democrático y en lo más crudo, una toma de la bastilla, un ajuste de cuentas a los privilegios seculares de los linajes. Cualquiera que tenga unas monedas para pagar la entrada puede profanar la intimidad del duque de Archindenbergo o el príncipe de Florindargen; meter las narices en sus aposentos, posar miradas inspectivas sobre los catres en los que se concibieron tantas generaciones de ilustre descendencia, hacer fotos incluso de su urinal o de su rascador para las pulgas.
En un ángulo del salón, una mujer de presencia recia e imperativa alza en su mano derecha un cartón con el logotipo de una agencia para convocar en torno a sí al grupo que tiene asignado como guía, mientras otras y otros en dispersos rincones con idéntica función pastorean a sus respectivos rebaños plurilingües. De tal modo, los usos y costumbres del duque de Archindenbergo y su ilustrísima esposa, Carlota de Lorobailer, andan pregonados en todos los idiomas de Babel, haciendo eco por gabinetes y aposentos, mientras el sudor intenso, código olfativo que hermana a cada una de las tribus por encima de las discrepancias idiomáticas, hace arrugar la nariz a los fantasmas de los duques desde la pose majestuosa de sus retratos. “El turismo es un acto de terrorismo estético y huele a pies y a sobaco”, diría Carlota si la dejaran, coreada por los lechuguinos de su corte.
El asalto a palacio, dentro del ritual del viaje, y el viaje mismo, se han democratizado gracias a los vuelos low cost y ya cualquier hijo de vecino es concebible en cualquier punto del planeta sin necesidad de apellidos compuestos.
A duras penas, los nostálgicos de las jerarquías, intentan defender su rango, contratando vagón de lujo en el tren, Business class en el avión y suite con terraza panorámica en el hotel “Excellence”. Pero finalmente acaban confundiéndose con los cualquieras por las mismas rutas, hermanando sus sudores en la visita de rigor a tal iglesia o castillo e indistintos en el batiburrillo de la masa.
En aquel salón de los Archindenbergo, en torno a la guía, unos cuantos del grupo siguen el hilo de sus explicaciones y hacen preguntas, como los pelotas de la clase, pero otros rezagados con expresión de somnoliento fastidio echan de menos la siesta de rigor tras el reciente almuerzo y lanzan miradas de codicioso rencor a esos divanes forrados de terciopelo en exposición sobre los que darían tan grata cabezadita.
Se mira, pero no se toca; estos son los límites de la democracia en la visita palaciega.
Otros inquilinos ocasionales de la residencia ducal van a su aire. Son turistas sin tour que se informan por los audífonos o los carteles ilustrativos de la utilidad de aquellas estancias por las que van pasando. Resulta que éste espacio, multiplicado por los espejos, era el vestidor donde la noble Carlota se cambiaba de ropa tres veces al día, que aquel era su comedor de invierno en el ala soleada y ese otro en el ala más sombría, el comedor de verano, y que unos pasos más allá, asomada al mar, está la biblioteca donde el duque de Archindenbergo pasaba sus ratos de ocio contemplativo, flanqueado en cada esquina por los bustos de quienes representan los pilares de la literatura universal; Homero, Shakespeare, Dante y Goethe.
De entre los visitantes, los hay que interiorizan la información con benevolencia y otros con cólera. El mismo pensamiento exclamativo “Qué bien vivía el duque de A.”, adquiere en unos tintes de admiración y en otros de resentimiento. Los primeros son aquellos que se complacen en el lujo ajeno, como si les bastase el roce con el espejismo. Igual también disfrutan en la sala de espera del dentista, hojeando en papel cuché las fastuosas villas y chalés de éste o el otro.
Los segundos son más críticos y ven un agravio en los lujos de Archindenbergo y la Carlota, pues a saber en qué condiciones viviría la numerosa servidumbre que atendía el palacio, mientras Archin perdía su mirada contemplativa en el mar, después de leer sus gruesos volúmenes forrados en piel y escribir unas notas con su pluma de ave sobre la suntuosa mesa de su biblioteca. Y lo que es peor, cómo morirían los otros habitantes fuera de palacio, víctimas de epidemias y miserias.
Archindenbergo y otros de su calaña pensaron que podrían siempre mantener los límites, pero ahora los descendientes de todos aquellos desarrapados le invaden el palacio sin pudor, se ríen en sus nobilísimas barbas de sus cuernos y hasta sacan fotos de su urinal. Hay que joderse.

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