Nunca he entendido por qué el diez es el número de la excelencia, si no tal vez porque es la máxima cifra que se puede contar con los dedos de las manos, pero está claro que, por uno u otro motivo, el diez es símbolo de perfección y garantía de máxima calidad.
Diez era la nota del empollón de la clase o del pelota, pues estas condiciones a veces iban unidas y otras no. Entre los niños de diez, siempre ha habido dos clases; aquellos que eran, en realidad, de ocho, pero redondeaban los dos puntos por su buena predisposición hacia el profesor y los del diez objetivo. Tanto a unos como a otros se los miraba con cierta aversión. Los primeros daban grima y los segundos, miedo.
Algunas veces, con el paso de los años, todos nos hemos preguntado dónde estarían estos chicos de diez en todo, que tanto avivaron nuestros complejos infantiles, y los hemos buscado en el Google sin ningún éxito. Tal vez porque, curiosamente, la brillantez académica no es tanto síntoma de inteligencia como de orden y constancia o porque la inteligencia misma, en todo caso, en nada es garantía de triunfo social. A fin de cuentas, vemos malgastarse por la vida muchas superinteligencias sin pena ni gloria, mientras los mediocres culminan las cimas de lo que sea, también del poder; me cachis.
Aunque valga decir que la definición de mediocre no sería la del niño que sacaba cinco en el colegio. Como los chicos de diez, también hay dos clases de chicos de cinco. Los que sacan cinco porque no dan más de sí, algo muy mal llevado por sus padres, y los que lo hacen porque su brillantez no es susceptible de encajar en los rigores académicos. Ejemplos de ello pudieron ser los poetas, Antonio Machado o García Lorca. Aunque está claro que no todo el que saca un cinco es Lorca ni Machado, como no es Einstein todo aquel que suspende las matemáticas. Si bien haya que precisar que, entre suspensos y casos imposibles, ha habido siempre mucho sobredotado sin detectar. Yo conocí, en concreto, a una chica llamada Loreto, cuyas habilidades daban, igual para pintar en un momento un retrato al carboncillo a lo Durero que para memorizar los contenidos de un examen en unos minutos y luego sacar un diez; claro que aquellas competencias sólo tenía oportunidad de exhibirlas las pocas veces que podía venir a clase, pues su madre, viuda y completamente desquiciada, la solía dejar sola, encerrada en casa, con la llave del agua cerrada. Finalmente, al acabar la EGB, puso una peluquería a la que nunca entraba nadie, por no predicar la propietaria con el ejemplo, ya que la habilidad de Loreto era más para usar la cabeza que para lavársela. La poca costumbre.
Como decía una buena amiga mía, nosotros creemos elegir nuestra vida, pero lo que ocurre es sólo que la vida juega con nosotros y nos arrastra a su capricho hacia donde menos esperábamos. Leo, por ejemplo, en una entrevista al célebre escritor malagueño, Antonio Soler, que, en el instituto sólo sacaba buena nota en educación física y su aspiración era ser atleta, pero un accidente de tráfico truncó tal determinación, de modo, que, en su convalecencia, se le definió su vocación por la literatura. Igual Julio Iglesias, después de jugar como portero en las categorías inferiores del Real Madrid, también tuvo un accidente de tráfico del que se recuperó con una guitarra en la mano, sin saber que esa circunstancia se convertiría en el principio de una carrera musical que lo llevaría a ser uno de los cantantes más reconocidos a nivel internacional. La vida no es destino, es accidente, y se abre paso como quiere y cuando le da la gana. Pobres de nosotros, que queremos preverla u ordenarla del uno al diez con los dedos de las manos y así elaborar listas obsesivas sobre cualquier materia; los diez mejores libros de la literatura universal, las diez canciones más inolvidables de la historia, los diez pintores más revolucionarios o los diez políticos más influyentes o las diez personas más ricas del mundo o las más guapas o hasta los diez consejos para lucir una figura envidiable o para encontrar pareja o conservarla. Conocí a una chica que se especializaba en escribir estas listas de diez para revistas femeninas y terminó tomándole manía al diez. Se hartó de ser una chica diez y prefirió ser una chica veinte o mejor veintitrés sin cifras redondas, como le fuese viniendo la cosa sin tener que redactar mandamientos, que ni ella misma acataba. Así que sus perfecciones e imperfecciones, a partir de ahí, fueron incomputables. Y casi encontró la felicidad.
A mí, en particular, me desesperan las listas de los diez libros más urgentes e imprescindibles, que nombrados así me dan estrés; todo lo contrario que busco en la lectura.
Sin duda, no son diez sino cien o doscientos los libros que son tan imprescindibles en nuestra vida, pero saben llegar sin prisas en el momento que los necesitamos. Y hacerse querer como esa decisiva aventura que se instala en nuestra existencia con el encanto de lo casual.
Contar hasta diez
18
Ago