La luna sobre Tánger

12 Ago

Agosto no es el mes más propicio para visitar Tánger, pero no siempre podemos viajar a los lugares en primavera u otoño como aconsejan las guías. Después de todo, el viaje no llega a ser nunca una experiencia completa si no se aceptan con ánimo ecuánime, los imprevistos y un cierto grado de incomodidad que van incluidos en la aventura y harán, en compensación, más gratos los momentos placenteros.
Por ejemplo, es casi inevitable llegar al puerto de Tánger en Ferry con una sensación de mareo, pues la embarcación suele ser sacudida fuertemente por el bravío oleaje del estrecho, aunque valga decir que la belleza del recorrido bien lo vale.
Al llegar a tierra firme al mareo se añadirá una sensación de sofoco, pues el calor en verano es bastante bochornoso. Nada que no se pueda, sin embargo, combatir con ropas amplias y un buen sombrero. Lo que será, sin duda, mucho más difícil es liberarse de la multitud de guías espontáneos que te saldrán al paso para ofrecerte un tour por la ciudad o llevarte al hotel en taxi, que no te convendrá si no llevas mucho equipaje, pues los hoteles más populares están a tiro de piedra en la medina. No obstante, déjate acompañar a pie por alguno de ellos. Bastarán veinte dirham (dos euros) para que tú puedas disfrutar de un magnífico recibimiento y él de un pequeño almuerzo.
Probablemente, si tu hotel está en la medina, será de los clásicos, no tendrá piscina, y tal vez quieras darte un baño en la playa. Desistirás, pues allí lo usual es que las mujeres se zambullan en el agua con una chilaba hasta los pies y los bikinis son todavía una prenda inaudita. Tampoco el pantalón corto es la mejor opción para pasar desapercibida por las calles. Si deseas liberarte de ciertas miradas oscuras y algunos piropos incómodos, mejor te compras unos bombachos de los que ofrecen en las tiendas del paseo marítimo y, con ellos, te vas a explorar la Kasbah. Ese hermoso Dédalo de calles pintorescas que transitan entre casitas coloreadas, ataviadas de azulejos y macetas en la cima amurallada de la ciudad, donde se encuentra el museo, la mezquita, la vivienda del pintor Matisse y el alojamiento ocasional de los Rolling Stones, según te explicará el guía que, espontáneamente, te haya asaltado en ese momento. Igual, a fin de cuentas, te propongo rendirte a las circunstancias y aceptar alguno de ellos, el que te caiga más simpático o te parezca más necesitado. Sus explicaciones valdrán mucho y costarán poco; la voluntad, que, siendo la apropiada, ronda los 100 dirham (10 euros). O sea, lo mismo que le pagas a un guía occidental, que hace la misma tarea y quizás con mucha menos gracia.
De un modo o de otro, acabarás tomándote, a sorbos lentos, un té con hierbabuena en las terrazas del Hafa Café, asomadas al panorama marino, que tanto inspiraron a Paul Bowles y tan bien recrea la canción de Luis Eduardo Aute.
Disfruta de ese oasis de paz antes de bajar a la medina, donde volverá a asaltarte el bullicio propio de la ciudad y esa concentración de fragancias primarias que ofrecen en los apilados comercios las más variadas mercancías; sacos de especias, pieles curtidas en cinturones, bolsos y maletas, carne halal recién sacrificada, perfumes de esencias penetrantes con las notas más vivas del mismo corazón de las flores. Acostúmbrate al olor sin dejarte agobiar por el sofoco o confundir por el acoso de los comerciantes que, a cada paso, te invitarán con insistencia a pasar a su tienda. Entra en alguna, la que más te atraiga, seguro que encuentras algo que te gusta. Y no te preocupes por el regateo; paga por cada objeto lo que creas, en justicia, que vale, como lo harías en tu propio país, que, al final, el dueño te estrechará la mano y te llamará “amigo”. Y asi, si no quieres, no te verás forzado a seguir comprando. Los tangerinos se dan por satisfechos cuando ven pasar a un extranjero con bolsas. Entrar en la medina y comprar algo, lo que sea, es un acto de cortesía.
Si tienes sed y quieres algo más fresquito que el té o el café, puedes tomar la naranjada de los puestos callejeros. No está tan fría como nuestras cervezas, pero es deliciosa. Por lo demás, la cerveza es un artículo muy difícil de encontrar en Tánger. Sólo la hallarás a precio de oro en los bares de hoteles para extranjeros de la zona nueva y en una taberna española del puerto, donde un joven marroquí muy avispado, si eso no es nombrar ya la redundancia, se la ofrece a los turistas, que adivina españoles, con un perfecto acento madrileño; “Oyes, ¿no quieres tomarte una caña? Las tengo con alcohol”. También por allí rondarán los ancianos que, fingiendo querer venderte una piedra semipreciosa, luego te ofertan hachís. Pero para embriagarse en Tánger, sólo hace falta esperar a que salga la luna. Si los días son, en verano, a veces, un infierno, las noches son el paraíso. Con una ducha recién puesta, volverás a las calles de la Kasbah, por donde ya corren ráfagas de aire fresco y, al bajar la cuesta, cenarás, en un restaurante, entre almohadones, tajine de cordero y pastela, mientras los músicos sacan una melodía hechicera de sus primitivos instrumentos. Un lujo que vale mucho y cuesta muy poco, como casi todo en Tánger. Y, al regresar al hotel, antes de dormir, gozarás en la terraza de una magnífica luna sobre el mar. Y te alegrarás de haber llegado hasta allí. Y regresar.

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