Cuando todo era un hacerse lenguas de lo llano, asequible y hasta “progre”, según algunos, que es el Papa Francisco, va y llega esta propuesta de sacar la asignatura de Religión de las aulas ¿Y eso por qué?
Este tema me inquieta por diversos motivos según se verá, pero, sobre todo, por lo mal que pinta para algunos amigos que tengo entre los profesores de religión, quienes, si tal proyecto fraguase, se quedarían en la calle y sin trabajo. El lector ha leído bien; tengo amigos católicos al igual que protestantes, musulmanes, budistas y agnósticos y ateos como yo. Puedo tener amigos entre personas de diferentes signos, creencias y pensamientos que los míos, siempre que me respeten como yo a ellos y, sin embargo, donde nunca encontraré amigos será entre los fanáticos, intolerantes e incoherentes.
Me merece un respeto aquel que es consecuente con sus ideas y muy poco, no obstante, quien esta constantemente traicionándolas. Lógico y deseable es que el individuo sea fiel a la confesión que quiera, pero muy desazonador me parece quien, con sus actuaciones, se desdice de su pensamiento. Por ejemplo, un católico que se pasa por el forro los principios de su santa madre Iglesia o un ateo, que reniega de la Iglesia, pero celebra la Primera Comunión del niño a bombo y platillo ¿en qué quedamos?
Nada, por cierto, que afecte a los citados profesores de Religión a los que he visto pagar en sus carnes los desmanes de las ovejas más descarriadas del rebaño católico e incluso pasar por el brete de responder por las barbaries que llevó a cabo, en su día, la Inquisición ante compañeros sedientos de venganza histórica. Situaciones que me llevan a aquella cata de vinos en París, donde una mexicana me quería hacer responsable de las matanzas de Hernán Cortés, por el hecho de ser española.
Si ya el colectivo de los docentes ha sufrido un irreversible desprestigio social, el gremio de los profesores de religión lo ha acusado con un plus considerable como si contra su figura hubiera una especial barra libre para la coña marinera. A lo que ha ayudado también el hecho de que su asignatura, entre las llamadas marías, o no era evaluable u obligada al aprobado de rigor.
Todavía se me arruga el corazón cuando recuerdo los concursos de escupitajos que convocaban algunos alumnos, desde la ventana, contra el coche de un docente de religión y los recibimientos selváticos que padecía otra de sus colegas, quien solía salir llorando del aula y también la agresión a aquella mujer a la que le prendieron fuego en el pelo con un mechero. Buenas personas que, al fin y al cabo, se estaban ganando la vida por encima de sus posibilidades y que, dadas las actuales circunstancias, se hace irrisorio pensar que “van a adoctrinar a los chavales”.
Duele caer en la cuenta de que, últimamente, cada vez que se aborde el tema de la enseñanza sea con la consecuencia de echar profesores a la calle, sean los de filosofía o los de religión. Los de religión porque “dogmatizan” y los de filosofía ¿por qué? ¿Por qué enseñan a pensar?
Pero, en ningún caso, nunca puede ser una solución en un país con tan flagrantes cifras de paro, la de añadir más paro al paro. Más aún en el sector docente donde lo que hace falta es aumentar las plantillas y no recortarlas. Sea para aliviar la carga de las aulas sobresaturadas, sea para cubrir las bajas de los profesores ausentes.
Por otra parte, no hay manera de eliminar tales materias sin que algún aspecto de la formación cultural se quede cojo. Ya no sólo hablamos de la filosofía que merece capítulo aparte, sino también de la religión católica que está presente en las principales festividades que marcan el ritmo de las estaciones en nuestro calendario y en gran parte de nuestro patrimonio artístico.
Eva Díaz Pérez apuntaba en un estupendo artículo hace unos días que sería necesaria una materia que enseñase a interpretar la iconografía religiosa que hace explicable tantas obras maestras en iglesias y museos. Eso me hizo recordar una asignatura llamada “Cultura religiosa” que yo tuve que impartir junto con unas horas de griego para cubrir una sustitución.
Cuando le pregunté a mis compañeros sobre cómo debía desarrollar esta materia, me dijeron que les pusiera películas a los alumnos y así me decidí por “El nombre de la rosa”, que me pareció muy oportuna por el planteado debate entre franciscanos y dominicos; razón y superstición y propuse una opinión escrita que, entre los alumnos, se saldó con un juicio unánime: -Qué hijo puta, el monje ciego.
Las alternativas a la asignatura de religión suelen fracasar porque, al final, se despachan para completar el horario de cualquier profesor y no se toman muy en serio. Además de que no encuentran un concepto equivalente tan disuasorio del mal como el pecado. El pecado llevaba al infierno, que son palabras mayores, pero el delito sólo a la cárcel que es donde va ahora todo el mundo. Probablemente si se extirpase la ignorancia, el infierno y las cárceles estarían vacías.
Eso lo dijo Aristóteles. Otro condenado a la hoguera, por cierto.
No creo que extinguida la ignorancia, estén las cárceles vacias. Supongamos retirada la conciencia de pecado, ¿qué hacer con la de pacato? Si, un poner, yo no creo en Dios, es lógico que apueste por que la Religión salga del currículo; pero, si creo que Dios cree en mí, por qué no dejarla para que el Supremo Deshacedor tenga también su presencia en los folios educativos. El agnosticismo y el ateísmo crean paro, eso no cabe duda. Floristas, modistas y sastres, confiterias ad hoc, libreros, y un largo etcétera quedan vacuos de labores. De otra parte, la Historia del ateísmo sirve menos a la estructuración de la Historia a enseñar, es menos cultural que la Iglesia, porque ésta ha estado en las decisiones que cristianizaron una parte del mundo, éste en el que estamos. Renunciar al pasado porque se es ateo, es tan irrisorio como renunciar al futuro porque no lo entiendes. Existe aversión al adoctrinamiento religioso, pero el rechazo a las nuevas constumbres generacionales de los novicios no es visto como una cerrazón religiosa, pero lo es, sin despidos laborales ni dios que se le parezca. En fin, que todo es confuso. El ateo afirma la nada, sin saber nada de que la nada es. El agnóstico juega con dos barajas, el partido en tablas. El creyente cree, pero tiene por íncubo a la duda. El anticlerical queda fuera de esta clasificación, más bien es un partidista irredento según la sazón de su tiempo. Incluso hasta el monje ciego ve, Jorge de Burgos, visionario del futuro sin pecados ni dioptrías, plena visión: Jorge Luis Borges.
Un engañabobos biempagao
en la España de masa y picaresca
empezando la casa por el tejao
quiere repetir aquella asignatura
que antaño nos llevó a la gresca
confrontándose a los curas;
aquellos gloriosos tiempos
que ya perdieron de mano
cuando la vida de un convento
no valía la de un republicano;
más que enseñar imponen
creencias laicas europeas
en cabezas de melones
complacientes, de robots
pero allá en el horizonte
siempre amenaza un Dios
o dos, si les coge un rebote
a cristianos y musulmanes;
harán las paces al trote
y de aquí a ver qué sale…
A ver, a ver…
Pienso que, por desgracia, la ignorancia asociada al ateismo, es un peligro; una garantía de violencia. El problema no es sacar la religión de las aulas, sino meter en ellas la cultura, subir los niveles. El sabio es, por natura, pacífico, pero el ignorante no tiene freno en su violencia sin castigo ¿por qué no vamos al grano y exigimos un aprendizaje exigente e íntegro en lugar de hacer chapuzas?