Cenas de dulce

7 Ago

A la postre, es más práctico y elegante quedar con los amigos para cenar. Y nótese que digo a la postre con toda intención. Porque, según las tendencias de la cocina actual, todo se convierte en un postre a base de caramelización y otras prácticas azucaradas.

En un primer momento, la caramelizada, por excelencia, era la cebolla, pero, llegados a este punto, la caramelización se ha hecho dueña de casi todas las viandas; tanto da si se trata de una merluza, un solomillo o una perdiz. Cualquier chef de la nueva ola los pone a punto de caramelo. Y en el caso de que el susodicho manjar se salve del caramelo de rigor, ya vendrá alguna guarnición a poner el plato de dulce. Para eso están las mermeladas de puerros a la vainilla, las natillas de hinojos a la canela y la confitura de tomates y hortensias vascas a la virulé.

La cosa es que, llegando al postre, después de tanto caramelo, salsas de chocolate, mermeladas y confituras, te dan ganas de pedir un bacalao en salazón para compensar o, como poco, que te inyecten en vena cien gramos de mojama de atún de Barbate.

Propiamente, como ya dije antes, en uno de estos restaurantes pijiguays, lo suyo es quedar para cenar y no para comer, entre otras cosas, porque allí lo que es comer, se come poco. El corto contenido de sus platos es proporcional a la abundancia de su nombre, que abre grandes expectativas para frustrarlas de inmediato, pues se tarda mucho más en leer la definición del plato en la carta que en comérselo. Nos referimos al plato como concepto teórico y no como materialidad de loza, ya que, en ese caso, es enorme. Tan enorme que, como continente, deja bastante en evidencia la brevedad de su contenido, que consiste en un minúsculo montoncito de confusos ingredientes, acobardados en un rinconcillo del plato gigantesco, que por disimular rellena el espacio restante con artísticas filigranas de miel de caña con vinagre de Módena o del caramelo que les ha sobrado de caramelizar la cebolla o, a lo peor, la trucha

Tal vez la primera vez que vas a alguno de estos locales, te impresiona pedir, por ejemplo, algo que se llame “Láminas de buey tierno gratinadas a la gorgonzola milanesa sobre un lecho de virutas de bacon caramelizado con su salsa de confitura de berenjenas y su crujiente de patatas y zanahorias glaseadas”. Al leer un título así, más digno de un monarca del siglo XVII, piensas que necesitarás al menos una semana para dar cuenta de tan amplio repertorio comestible y, sin embargo, al ver lo que te traen -¿no se habrá equivocado usted de plato, camarero?- compruebas que toda aquella grandilocuencia se queda en agua de borrajas.

No obstante, esta concisión del guiso ayuda a preservar la etiqueta en la mesa, pues, dadas sus microscópicas raciones, es imposible que ningún comensal hable con la boca llena, lo que haría la charla incongruente. La costumbre de quedar con los amigos para comer y charlar es un despropósito, ya que ambas actividades combinadas suelen dar como producto la grosería. Por eso, lo mejor es quedar para cenar en un restaurante pijiguay, donde la escasez de la comida deja todo el espacio libre para la charla.

En cualquier caso, si el parco plato no es paralelo a la amplitud de su nombre, sí lo son las cifras de su precio, pues, a fin de cuentas, pagas, fundamentalmente, por la retórica  Pero no es nada elegante alarmarse por esa cifra astronómica, reflejada en el tique, que trae el camarero en un cofrecito muy pintón y al que el susodicho llama “la cuentecita” como para quitarle importancia. Obsérvese que cuantos más diminutivos usen en un local, más te clavan. Los diminutivos están cargados de tintes afectivos y, como ya sabemos, el cariño no tiene precio.

El cariño con el que te tratan en cualquier comercio suele ser proporcional al montante de sus facturas. Por lo que, cuando éste se excede hasta casi rozar la reverencia, hay que empezar a preocuparse por la integridad de tu cartera.

Decía Antonio Burgos que, en los restaurantes pijiguays, los camareros van de negro en señal de luto por la defunción de tu tarjeta de crédito.

Lo normal, cuando regresas a casa de estas cenas, es que tu pareja se evapore como un fantasma y te lleguen desde la cocina los gemidos espectrales de la nevera.

-¿Pero qué haces? Si acabamos de cenar.

-Por eso, ahora lo que toca es comer.

-Pero eso, eso es…¿un bocadillo? Anda, prepárame otro, por favor.

2 respuestas a «Cenas de dulce»

  1. Esa medusa siniestra
    vino a ganarme de mano
    y me dejó este verano
    con la derecha maltrecha.
    Zurda soy de corazón
    pero escribo con la diestra,
    y en apurar un renglón
    con tan tremenda hinchazón,
    me las he visto muy negras.
    Un lector muy malhadado
    por silenciar mi opinión
    me ha enviado
    a este bicho emponzoñado
    y, por alguna razón,
    sea venganza o traición,
    un dios marino y pagano
    dio oído a su maldición.
    -Si no es marino es Mariano…-
    Vaya por Dios, que me veo
    aguardando
    el rescate de Perseo…

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