Décadas de aprendizaje de modales y cortesía perdidas. De pronto soy un maleducado. Hace unas pocas semanas sabía comportarme en sociedad. En el metro o en el autobús, cedía mi asiento a cualquier persona mayor, a cualquier chica de pie junto a mí. Cultivo, cultivaba, ciertas actitudes muy clásicas que combinadas con mi alopecia me otorgan una elegancia como de otras épocas, como alcanforada y algo mohosa. En una ocasión leí a mi querido y admirado Álvaro García que los protocolos eran correctos siempre que facilitaran la convivencia. Uno no se hurga la nariz frente a los demás por el simple hecho de que causa asco, sobre todo si con la misma mano luego coges las patatas del centro de la mesa sin paso previo por el lavabo. Una norma. Cuando el varón llega a la escalera a la vez que una señora, él pasa delante y así se evitan suspicacias. Las mujeres suelen ser menos primitivas que los tipos como yo. Otra norma. Yo sabía qué hacer en cada momento y circunstancia. Como aquella vez que, despistado, le di una patada al bastón de una anciana que paseaba por uno de los barrios más caros de Manhattan donde yo caminaba embelesado por la decoración de las fachadas. Cuando perdió el equilibrio, la enderecé, cogí su bastón del suelo, le pedí perdón cien veces en un segundo y salí corriendo como si le hubiera robado el bolso, hasta que me escabullí por las espesuras de Central Park, donde cualquier policía me hubiera encontrado por el sonido de mi jadeo, algo menor al del motor de un Boeing a dos metros, y más que nada por el color rojo fosforescente alcanzado por mis mejillas, resultado de esa mezcla de vergüenza y asfixia provocada por mi reacción cortés ante aquella acción. Pero supe qué hacer. Con la actual alerta impuesta y autoimpuesta tendría que haber dejado que aquella dama cayera y se levantase por sus propios médicos, por sí sola no lo imagino. Cualquier contacto físico puede ser causa de un ataque de ansiedad, mucho más si va acompañado de alguna tosecilla o varios estertores y esputos.
Todo lo que estaba bien está mal. La presente regla sobre cómo comportarse en sociedad. Si a alguien se le cae algo no se agacha uno para recogerlo y entregárselo. Los platos se dejan sobre la mesa y si alguien no llega, se aguanta. Eso de ofrecer que prueben tu comida, por si apetece, se asemeja a cualquier acto tosco como lo fue en esos tiempos pasados de hace un par de semanas, meter la mano en la ensaladera común. Una persona de orden ahora se comporta como un lobo estepario. Camina en una burbuja invisible y permanece aislado por más que se encuentre en reunión. Siento nostalgia de mi antigua decadencia cuando veía a quienes me inspiran cariño y alegría y se concertaba, de modo natural, un abrazo. Ahora, me quedo con los brazos como una Piedad a la que le han quitado el Cristo. Alguna pregunta de cortesía, aunque creo que todo el mundo se alegra de verdad por el mero hecho de comprobar que hasta el mayor imbécil que cada quien conozca se encuentra aún en este mundo para encajar su papel en ese engranaje de risas, lágrimas y sorpresas al que llamamos vida. Ya no hay besos piratas en las barras de los bares. Ya no se agarran por la cintura los desconocidos. Días sacados de un bolero en los que sólo me queda la añoranza como carnet de identidad. Ya no sé qué hacer para que en las reuniones no me sigan mirando de malas maneras. Antes, era consciente de que había cometido alguna incorrección cuando, no sé, improvisaba una pequeña batalla con tenedores por la última loncha de jamón y, una vez ingerida, enseñaba los colmillos al adversario como advertencia para cuando llegaran los postres. Ahora, aproximo la bandeja al comensal junto a mí y la concurrencia organiza una subasta para recaudar fondos y que el camarero me eche de allí por degenerado. Los humanos nos diferenciamos de las bestias en que hemos construido un código de relaciones que, sin aviso, parece redactado en bantú arcaico. Es que no me entero.