Un par de camareros se gastan una broma en un local de Gijón. La escriben en un papel que pegan en el interior del bar donde trabajan. La clientela, sin autorización, difunde por las redes fotos de ese cartelito. En poco tiempo, el chascarrillo incendia conciencias. Varias asociaciones feministas obligan a pedir perdón a los autores de la bufonada. Juzgan, quienes se atribuyen esa facultad de juzgar, que las palabras son lesivas contra la humanidad, o contra esa parte de la humanidad que prefiere huir de la depilación axilar e inguinal, o contra algo o alguien de algún modo. Un grupo nunca tiene por qué explicar sus veredictos. No existe apelación posible. Las disculpas solicitadas por los condenados son despreciadas. Falta arrepentimiento verdadero. Son declarados pecadores de la pradera, o del prau, ya que de Asturias se trata. Un chiste causa gracia porque somete un texto a diversas descontextualizaciones. Si los nazis hubieran enmarcado en sus oficinas avisos sobre la necesidad de lavarse las manos tras tocar a los judíos, nunca hubieran sido chistosos. Contexto, emisor, mensaje y receptor se conjugan de modo que sólo enuncian un renglón más para esa tragedia que la humanidad redacta, día a día, con su propia sangre. Por el contrario, un tipo se halla en el cadalso, junto a otro reo, ambos con la soga ceñida al cuello. Uno llora y el primero le pregunta con calma si esa es su primera vez. Nos reímos frente a “La balada de Buster Scruggs”. El humor exige una mente que rompa la lógica del discurso con la introducción de esos elementos irracionales que, en realidad, nos separa del resto del mundo animal y siempre mantendrá una diferencia con nuestros robot más avanzados que, sin embargo, mostrarán un sorprendente parecido comunicativo con nuestros idiotas más avezados.
El párrafo inicial podría haber descrito algún proceso en que cualquiera de las inquisiciones europeas habría puesto a disposición del fuego purificador a quien quebrase esa ortodoxia en el pensamiento, defendida por las o los que se consideran en la posesión de la facultad de juzgar. Por la mención de algún tabú, los puros de espíritu han condenado, y condenan, a gentes impuras a un amplio surtido de humillaciones, degradaciones y ejecuciones. Existen catálogos y museos itinerantes sobre tales logros de ingeniería. La broma, pergeñada por una mujer, advertía de que si alguien quería tocarle las tetas a la camarera, a ella, tenía que lavarse las manos antes. Las asociaciones feministas del municipio, y por sororidad del mundo entero, se sienten ofendidas con esa proclama de cosificación del cuerpo femenino, como si el machismo habitara en tales palabras y no en el ojo de quien las lea. Si un ciudadano con DNI varón hubiera escrito esto, ya estaría destruido. A lo largo del tiempo hemos disfrutado de varias policías. La última, esta del balcón que vigila los buenos hábitos sanitarios de la colectividad. Pocas décadas antes, esa que impidió que mi padre aprendiera ruso por correspondencia, o requisaba aquellas traducciones argentinas ininteligibles del “Manifiesto comunista” soporífero. Los agentes de ese tipo de brigadillas, espontáneas o con placa, sólo acatan consignas. No importa el objeto de la persecución que pasa a ser, así, casi producto de temporada. Este mes toca banderas cian, el próximo magenta, y el siguiente cerúleas. Ninguna doctrina se soporta en la sinrazón, salvo esas que carecen de soporte, feministas uniformadas, incluidas. Las lógicas del discurso rotas nos liberan de la intransigencia. Los marcianos no nos invaden porque nos consideran ridículos.