Bebimos absenta durante una temporada. Tenía más que ver con sus efectos lisérgicos que con esa aura de malditismo y literatura con la que aquel París legendario marcó su nombre para siempre. Nos despedíamos con besos y abrazos cuando tomábamos el tercer chupito. Aunque todavía permaneciéramos en aquel local hasta el cierre, sabíamos que, en breve, llegaría ese momento en que la consciencia y la memoria se desactivaban. Aparecíamos en cama propia o ajena pero ignorábamos cómo habíamos llegado hasta allí. Camilo de Ory avisaba de que algún día nos veríamos sentados frente a un agente al que le rogaríamos que nos explicara qué habíamos hecho, en lugar de componer una coartada creíble con la necesaria rapidez. Abandonamos aquel tóxico por responsabilidad pero, sobre todo, porque fue retirado de los bares que frecuentábamos donde, según nos explicaban, nuestro comportamiento no podía ser elevado a norma general de la humanidad, ni siquiera en una de esas películas de futuros post-apocalípticos. Yo achacaba aquella conducta, casi siempre en exceso bronca, a nuestras dificultades para comprender los códigos y mensajes no verbales del resto de la clientela. Ahora, cuando dicen que me he vuelto formal y ya no bebo lo que bebía, revivo aquel miedo indefinido que me invadía cuando pisaba la calle tras aquellas noches de bohemia impostada, pero casi igual de alcohólica. Vuelvo a temer que algún policía me pregunte si me doy cuenta de que he cometido una falta, diálogo que continuará con mi ruego de que me explique qué hice, junto con mi feroz y valiente súplica de que no me multe. Las circunstancias iniciales en que esta pandemia se reveló como un demonio con daños mucho más severos que la peor resaca de absenta jamás padecida, impidieron una toma de decisiones precisa. Casi dos meses después las instrucciones, aún indeterminadas y faltas de coherencia, revelan una preocupante torpeza informativa del gobierno frente a una ciudadanía que paga sus errores, los propios y los gubernamentales, con tarjeta de crédito y a precios de venganza.
Durante la fase uno, podíamos ir a un bar pero no se podía salir a cualquier hora a dar un paseo, según entendía por los boletines de prensa oficiales. El regreso a casa estaba establecido a las 23.00, a no ser que esa hora de cenicienta me descubriese en una terracita, copa en mano, frente al príncipe con el que seguiría tonteando sin temor a que se me convirtiera en calabaza el taxi de vuelta. A pesar de aquellas contradicciones y del empeño de varios descerebrados por mostrar cuánta estupidez alberga un humano, desde hoy nos encontramos en fase dos; sin embargo, un remolino de dudas aún me aflige el ánimo. De repente, y esta vez sereno, no sé comportarme en sociedad. Si camino junto a personas con quienes no cohabite tengo que usar la mascarilla. Si este mismo grupo se sentara en alguno de esos chiringuitos que, ahora, abrirán de nuevo, puede retirársela del rostro, medida ministerial de apoyo a la restauración que facilita bastante la llegada del alimento y la bebida hasta la boca. El virus, según se deduce, ataca a quien ande pero no a quien coma. Imaginemos que el almuerzo transcurrió por cauces agradables y estos amigos continuaran su charla de sobremesa sobre la arena de la playa, entonces la conversaciones se entablarían a dos metros. No está regulado si en línea frente al horizonte, o en fila india desde la orilla hacia atrás. Desconozco el posible uso de megafonía. El virus se lanza sobre quien camine y sobre quien se encuentre desnudo. Otro virus puritano como el del SIDA. Durante esta ilusión de normalidad, saldremos a la calle para un ratito de ocio provistos de desinfectantes, mascarilla, pañuelos de papel (en rima con ordinariez) y, además, una calculadora a causa de esa distinción entre establecimiento de hostelería y hoteles, donde ocuparíamos o el 40%, o el tercio de su aforo, según haya transcurrido la velada, esto es, si he conseguido llevarme a alguien a una habitación o si sólo hemos tomado un té con pastas o dos paellas, lo mismo da. Luego, como en aquellos tiempos de absenta y noche, que alguien me explique qué he hecho.