Desde que empezó este confinamiento que me va a transformar en un manatí trufado para la próxima cena de Navidad, decidí convertirme en vigilante de aquellos vecinos con poca conciencia cívica. El portón de entrada al bloque sonaba cada noche a esas horas en que el graznido solitario de una gaviota da relieve al silencio. Decidí encontrarme de cara con quien fuese. Salí a tirar la basura y, en efecto, coincidimos en la escalera. Ya tenía al sujeto. Varón, muy joven. Me miró con un cierto miedo. Sucede cuando, desde la oscuridad, aparece alguien que respira con fuerza y clava en la nuca una mirada de inquisidor, mientras uno desciende los escalones hacia el portal a la vez que ruega al cielo que la cerradura no continúe atascada. No conozco a casi ninguno de mis vecinos. La mayoría milita en la edad fúnebre de esta pandemia. Capturado el sujeto, me quedaba la busca del móvil. Se ocultó bajo un árbol. Una chica que paseaba con descuido un perro se dirigió hacia el mismo punto. Ambos miraron hacia un lado y otro mientras el animal olfateaba algo por el suelo. Se besaron con una pasión breve en infecciosa en estos tiempos de virus. Volvieron a mirar a su alrededor. La chica requirió al perro para que la siguiera, y él regresó a casa. Oí de nuevo sus pasos por la escalera. Pocos minutos después las luces de un vehículo policial pasaron firmes como una advertencia junto a ese árbol, ahora, de la ciencia del bien y del mal. Como reflexionó mi querido amigo José Antonio Mesa Toré, la vida es tan puta, tan diplomática, que en mitad del mayor dolor siempre reclamará su trono. Durante el entierro te sorprendes con la vista fija en el escote de aquella familiar tuya que te han presentado hace minutos. Recuerdo, aquellos resfriados, las gripes contraídas por débito a una cuota de besos diaria, la única que uno firma durante esos años en que el futuro se define como una nebulosa que aturde el ánimo, pero se nuestra incapaz de vencer al presente inmediato por muchos naipes derrotados que arroje sobre el tapete.
Los años calman y uno pretende ser un ciudadano ejemplar, de esos que obedecen las informaciones y consejos sanitarios. Me saludo ante el espejo pero a cierta distancia. Me conozco bien y no soy fiable. Imagino yo también escapo. Vestido con una malla negra, compuesta por varias mallas cosidas, corro de esquina a esquina evitando luces y miradas, invisible a policías y a prismáticos de vigilantes espontáneos como yo. Igual que aquel Fantomas en los cines de mi niñez, toco la puerta de alguna chica a quien querría besar con el fervor de la inconsciencia. Sin embargo, incluso en mis ensoñaciones, ella grita y pide socorro y me golpea con un escobón como si pretendiera matar una cucaracha de 200 kilos. Descubro la máscara con que oculto mi rostro, entonces, agarra una sartén pesada y me golpea con ímpetu, mientras chilla con mayor volumen y nivel de agudos. Regreso hasta mi imagen al fondo del espejo. Me he convertido en un villano de salón. Y eso según temporadas. Un Fantomas de entretiempo, aleccionado por el vigor de este chico quien, moderno Abelardo, atraviesa su particular estrecho en mitad de un oleaje infeccioso para acudir hasta la luz de su Eloísa con salvoconducto canino para trasegar las emociones desde la acera hasta su cuarto. En la intimidad de una video llamada volverán a decirse que se quieren y a darle contenido a todo un día próximo plegado entre cuatro paredes. La vida pulsa sus propios acordes sin necesidad de partituras. Y pasarán estas semanas de vendavales y ley de Naturaleza severa. Los parques volverán a dibujar nuestros paseos y nuestras manos juntas entre besos y abrazos. Ahora, como miembros de una clandestinidad militante, tampoco nos han derrotado. “El mundo entero se desmorona, y nosotros nos enamoramos”, susurra “Casablanca”. Regresaremos a los bares junto a las risas. Pasará desapercibida una pareja que se besa en un banco. Comprenderemos, entonces, que ya está aquí la vida de nuevo y que nunca negocia sus exigencias, y que nos obligará una y otra vez a recuperar París.