El médico, además de darte una mala noticia, te pasa la factura. El sepulturero tiene la amabilidad de entregarla, casi siempre, a otras manos. No obstante por alguna razón que no he reflexionado a fondo, prefiero visitar a los doctores. Quizás por un ánimo vanguardista. Los cementerios son poco innovadores. La medicina actual ejecuta investigaciones de todo tipo sobre el ser humano. No digo que no sean realizadas por la disciplina en que se acoja la sepulturería. Siempre habrá que ensayar combustibles o palas, pero su campo, además de santo, será más reducido y sus encuestas a la población, esotéricas aunque con mínimo rango de reclamaciones. Los galenos han asumido aquella sentencia de Terencio en que consideraba cualquier asunto humano digno de su curiosidad. A veces, las alertas que se extienden a la ciudadanía como conclusión de un ensayo pueden ser discutibles. Revelan un acusado desconocimiento de las personas y la sociedad a la que pretenden sanar de sus propios errores. Recuerdo aquella, propagada por un equipo de sanitarios canadienses, que explicaba los perjuicios que ciertos modelos de pantalón vaquero podían causar en los aparatos reproductores masculinos y femeninos, aviso difundido cuando esos diseños habían pasado de moda. Algo parecido sucede cuando acudo a urgencias con mi madre y la o el médico, por regla general muy joven, me avisa de que este o ese medicamento, a pesar de su eficacia, puede dañar el hígado de una señora a punto de cumplir 85 añitos y que, estoy seguro, perdonadme el cotilleo, tiene grandes posibilidades de pagar mi última factura al señor sepulturero, al que, disculpadme de nuevo, imploro que le indiquen que se aparte cuando me acerque al crematorio dadas las cantidades de alcoholes varios ingeridas a lo largo de mi existencia.
Una investigación realizada en 134 países concluye que los humanos somos más felices a partir de los 50 años, más o menos. En la adolescencia se inaugura un período de infelicidad que se va atenuando durante la madurez. Los científicos señalan que ese mal-de-vivir de los adolescentes, en general, no se debe a esos episodios de acné, cambios hormonales, inseguridades y complejos, que supongo que también, sino a que esos años delimitan un tiempo con proyectos e ilusión del futuro. Pasados los 50, según indican, las personas abandonan esas quimeras que de modo quijotesco conducen a la insatisfacción cuando el sujeto comprueba una y otra vez que los molinos, en efecto, eran gigantes, y la derrota el único final posible para el relato. Una de esas pésimas noticias que, encima, traen una factura al dorso, al menos para varias naciones entre las que, desde luego, no se halla la nuestra tan de Ninis y su posterior evolución a Peterpanes sesenteros. La ortodoxia de los protocolos médicos y científicos ocasionan engendros con cierta frecuencia. Buscan tal uniformidad entre los seres vivos que hasta confundo mis píldoras con las de mi perro. El secreto para una feliz infelicidad consiste, por tanto, en una desaforada prolongación de una adolescencia que nos siga excitando con amores piratas, ambiciones imposibles y caprichos aguardentosos, ajenos a los propios de esas fronteras cronológicas donde el humano feliz se asemeja tanto al cliente último del sepulturero, que aturde. La lectura de este sondeo logrará, ya que me encuentro tan metido en la cincuentena, que cada mañana que amanezca con alguna presunta sensación de felicidad busque un motivo para agriar el día; por ejemplo, considero una injusticia del destino que no me toque ese cupón de lotería que jamás adquiero. Si ese milagro absoluto se produjera me proporcionaría una felicidad que invocaría, en breve, la infelicidad por ausencia de deseo. Modifiquemos aquella aseveración de Groucho Marx que concluía en que la felicidad se esconde en las pequeñas cosas de la vida: un pequeño yate, un pequeño castillo, una pequeña fortuna. Añadamos un pequeño entierro antes de que broten las insatisfacciones.