Son tantas y tan diversas las noticias que corretean por ahí acerca de ese dispositivo succionador que por primera vez en mi vida lamento no tener un clítoris, eso sí del tamaño de mi pene, que no sé si será adecuado para ese instrumento. Yo, como todos los niños nacidos en los sesenta, apenas fui destetado me compré una muñeca hinchable, a la vez que me declaraban inútil para el servicio militar. Disfruté de un año más de lujuria y práctica sexual que el resto de mis compañeros quienes marcharon hacia los cuarteles para disfrutar de esa vida adecuada para cualquiera que acepte convivir hacinado con un grupo de varios cientos de hombres sudorosos y sin ducha durante semanas. Es cierto que jamás se olvida el sabor de la sangre de aquellos primeros besos. España sufría un atraso tecnológico tal que las junturas de nuestras muñecas cortaban como cuchillos del neolítico. Un informe secreto publicado en varios periódicos clandestinos de Estonia atribuía la muerte del Generalísimo a una praxis inusual con aquellas mujeres de plástico. Teníamos que conformarnos con la industria de nuestra década que no albergaba ningún miedo al uso de productos tóxicos o dañinos en cualquier manufactura. Yo pretendía normalizar aquella relación juvenil mía mediante ese grado de racionalidad exclusivo de nuestra especie. Por ejemplo, nunca faltaba con mi muñeca a misa de domingo, o paseábamos juntos por el mercado de abastos donde contemplábamos la pesca y el marisco del día. No me cabe duda de que Freud habría dicho algo respecto a aquellas costumbres. Pero como decía tantas cosas respecto a tantas otras y todo finalizaba en la sublimación que yo hacía de la figura de mi madre y de mi padre, según él, representados en mi subconsciente como un calamar y un atún, pues jamás le hice caso a aquellas apariciones nocturnas del egregio sabio vienés con quien compartí traficante de sustancias psicotrópicas durante aquellas fechas en que mis amigos me abandonaron para hacer maniobras militares con pistolas de cartón pintado que, encima, se encasquillaban con frecuencia.
Éramos pobres. Carecíamos de clítoris, de redes sociales, de revistas eróticas, y hasta de un autobús que nos condujera a Francia para aburrirnos con aquel Último tango en París cuyo original debería de ser custodiado por el Banco de España, vista la recaudación alcanzada en Perpiñán gracias a los ciudadanos de nuestra tierra. Ya de paso, Perpiñán también tendría que estar en la caja fuerte de esa institución, junto con Lourdes, Fátima y alrededores. El ser humano no puede esquivar ese ansia de metas a priori imposibles. Me propuse participar en una orgía y encargué cuatro muñecas más. Un mal viaje hacia la pesadumbre. La suavidad alcanzada por la legítima mediante meses de roces continuos, me hizo olvidar las urticarias y heridas, a veces severas, que ocasionaban las recién llegadas aún de estreno. Lo peor fueron las charlas de después. Época aquella de la Transición plagada de desavenencias teológicas que nos condujeron a discusiones tales que incluso mis padres entraron una noche en el cuarto alertados por aquellos gritos. Jamás lo superaron. Su primogénito, de quien aguardaban un pronto anuncio de boda, entre muñecas, sangre y Biblias. Me denunciaron al Tribunal de la Rota del que pretendían que anulara el parto de mi madre para concebir otro vástago, pero por la iglesia. Mis abogados me advirtieron que me deshiciera de todos los testigos, ante mis lágrimas, comprendieron que tendrían que actuar ellos. Días más tarde, un anuncio insertado en el periódico a página completa me informó de que los peces nadaban en el agua. Jamás volvería a ver a mis muñecas si no me graduaba como buzo. No puede uno sustraerse al signo de los tiempos. Cada época desarrolla sus tendencias. Hacer el amor hoy es casi asunto de mayores con sus pastillas y lubricantes. Actos aburridos para alguien tan experimentado como yo. Cuando aparezca el succionador de pene podré, por ejemplo, ver el fútbol en casa junto a mi pareja mientras cada quien juega con su propio aparato y nos robamos palomitas de maíz entre gemidos.
¿Cómo se puede escribir algo tan bonito acerca de una muñeca hinchable? Afortunadamente los aparatitos y ayudas sexuales cada vez son más estéticos. Tengo algunos que funcionarían estupendamente de adorno, quizás mejor que para lo que están diseñados… Pero donde se ponga una mano, o dos, o tres, o cuatro,… que se quiten todos los plásticos y siliconas del mundo.