La muerte de éxito oculta una extinción por fracaso. Nadie muere de éxito. El padre, como el de aquel largo chiste de Paco Gandía, cuyo niño vomitó al sol de la plaza de toros toda aquella comida ingerida, cuando su progenitor conoció el éxito en forma de dos días de trabajo, sólo exhibía un fracaso intermitente. Los transbordadores hundidos entre islas se fueron a pique por la ambición de quien no calculó sino el aforo de sus bolsillos, casi siempre con tendencia a un infinito tan amplio como el de la imaginación del dueño. Teta y sopa no caben en la boca, avisa el refrán. La muerte por introducir ambos elementos en el mismo conducto, por más que la sopa sea nuestra favorita, yo qué sé un gazpachuelo malagueño, y el pecho, por ejemplo, el de mi admirada pianista Allegra Cole, aparece como el correlato lógico de un reducto de nuestra animalidad oculto en algún rincón del cerebro. Una ciudad, como mi Málaga, colapsada año tras año por unas luces navideñas o por una maratón que impide el normal movimiento de los vecinos y la atención de sus necesidades, fallecerá por el fracaso de un alcalde que, imitador del capitán del Costa Concordia, encallará su crucero en unas rocas junto a la costa, para ser aplaudido y vitoreado entre fotos y faralaes. Los vecinos, junto a sus circunstancias, siempre son desplazados al fondo del plano. Los malagueños no importan en la escena sino en el escenario. Espectáculo y trivialización de la vida cotidiana. Aguardaba yo para alquilar una plaza de aparcamiento público. Delante de mí, un señor habitante ocasional de un apartamento turístico pilló la penúltima, a igual precio que los demás. No sirve para nada el estar aquí empadronado. Paco, alcalde, actúa según términos de recaudación. Paco fustiga, por nuestro bien, vicios pequeñoburgueses como ese de dormir o el de caminar por las aceras en pareja. Importa el dueño del bar, no el camarero; las luces, no el vecindario.
Málaga se apagará por fracaso consistorial. Un alcalde grande, y una ciudad, según su ideario, libre. Existen personas discretas. El prestigio de su trabajo ilumina sus vidas. Hay criaturas que necesitan focos y lentejuelas para anunciar al mundo que están aquí. No sé, el Puigdemont, Ivonne de Carlo, Ditta von Teese. Con muchos menos aspavientos y sin desperdicios de ferias y vodeviles, que en el calendario malacitano comprenden, navidades, carnavales, semana santa, festival de cine, feria y vuelta a empezar, urbes como Zaragoza ya nos adelantan en habitantes y en solidez económica. Valencia, donde los comerciantes sufragan las leves luminarias de sus barrios, invierte en servicios sociales mucho más que una Málaga bastante más pobre y con menor solvencia frente a deudas y déficit. El modelo de Guggenheim para Bilbao, sirvió para rehabilitar y rehabitar su centro. Málaga ha superado en insensatez a Barcelona. Construye un parque de atracciones sin capacidad para la absorción de tanta entrada. Los malagueños, que aún quedan, habitamos un trampantojo colmado y en derrumbe. Alentamos la visión de un Paco iluminado con esas luces a las que faltan un par de inmensas bolas navideñas. Filas de automóviles que provocan el infarto circulatorio. Bares atestados que, en realidad, hunden negocios en esos extrarradio donde sólo pagan gravámenes. Paco, sumergido en su burbuja de ozono a lo Michael Jackson, ignora que los malagueños trabajan, tienen que ir al médico, al gimnasio o la charcutería. Contaminan por pobreza. Un día bajará a la tierra la gloria de nuestro alcalde a lo Zurbarán de confeti y espumillón. Qué poco vale ser malagueño, Paco. La especulación del alquiler turístico no percibe amenazas en el sector público. La miseria humilla cientos de familias. Una ciudad muerta de éxito, excepto para unos cuantos apellidos que triunfan donde hay que hacerlo, en los recovecos del consistorio. Echo en falta la metáfora de un par bolas inmensas a la entrada de Calle Larios. Así, con dos bolas, Paco, que hace más bonito.