Diciembre amanece. Debemos de ir preparándonos. Las prisas e improvisaciones generan problemas que sólo criaturas experimentadas sabemos manejar. Cierto año me vi obligado a elaborar un jamón de escayola que pinté e introduje en un saco de firma muy apreciada, encontrado en la basura de un barrio rico. Aparentaba cumplir, así, el encargo para la cena con mis amigos. Dado el prestigio de la marca que lucía el envoltorio interpreté una apertura como sacerdotal. Yo solo con mi cuchillo en la cocina. Después aduje, entre lágrimas, que la pieza estaba en mal estado. Impedí comprobaciones. Hice algo que siempre aconsejo ante conyunturas complejas. Chillé una vocal aguda durante diez segundos, y maldije al teórico vendedor como si me hubiera robado las noches de mi existencia. Puse la cabeza entre las manos y lamenté a gritos desbocados mi suerte hasta que todos los allí contrariados comenzaron a consolarme y a restar importancia a la ausencia de aquel producto que me había comprometido a llevar. He madurado. Ahora busco con mucha antelación un saco como aquel. Compré durante el pasado Black Friday un jamón de origen y especie animal indefinidas. Y es que diciembre es un mes no sólo traicionero para el bolsillo sino también para las promesas. Está lleno de trampas que en su final se suceden hasta el tsunami de enero, cuando sólo queda el lamento por tanto disparate cometido. Las tarjetas de crédito avivarán la memoria de aquellos actos a principios de febrero, incluso de marzo. Este valle de lágrimas es hoy vertedero de recibos. El caso es que todo el mundo ya diseña sus cautelas y previsiones. Así, un grupo de comensales junto a mí sentado, vociferaba una tormenta de ideas sobre la química necesaria para culminar indemne cenas de amistad, almuerzos y copas de trabajo, tapeos familiares y otras efemérides que regresan como la gripe tocada con gorrito. Existe quien necesita tal recurrencia en el comportamiento, por ejemplo, esos fabricantes de lencería interior roja sólo superada en su poder deprimente de mi libido, tal vez, por la de color champaña.
De esa puesta en común realizada por aquellos comensales, deduje que el humano alberga la necesidad de creer en algún tipo de más allá, aunque sea disfrazado por un más acá con aires de ciencia infusa. A punto estuve de auto-invitarme a sus fiestas. Me tentaba la posibilidad de contemplar los resultados de aquellos suministros médicos. Según acordaron, la reina de cada festejo, o de su final, sería la vitamina B12, esa que se administra en vena cuando alguien llega al hospital con un coma etílico. Conocían diferentes presentaciones y alguien les había asegurado que si te tomas varias, pasas los controles de la Guardia Civil como si nada. Tras aquella sentencia continuaron con la elaboración de una mediocre carta de espiritosos. Luego concluyeron que, tras una larga jornada de trabajo con almuerzo de hermandad incluido, antes de iniciar la juerga era necesario ingerir una infusión, natural, eso sí, compuesta por té, guaraná, gengibre y ginseng rojo. Para las mañanas siguientes convinieron en una caja de paracetamol y café que cada quien disfrutaría en su casa. El diablo sabe por viejo. Una farra de esos calibres, con el estómago lleno y atiborrado de licores de sobremesa, previos a los combinados recios que se pretenden mezclar con tisanas y compuestos vitamínicos, terminará, primero en un auto-exilio en el cuarto de baño, después, en una detención por un agente de la Guardia Civil inmune a los engaños de la B12. Casi tengo llena la bodega y ya adquirí en junio la lencería roja y champaña que sale baratísima para regalos. No usaré ninguno de los consejos antes expuestos. Tampoco seré tan inteligente como para rechazar las llamadas e invitaciones del mes, algunas ya con reserva incluida. Esto ha empezado. Un motor que en nuestra cultura nos permite albergar la esperanza de que el tiempo pacta una tregua y nos concederá otra oportunidad en ese año próximo ya tan cercano. Por ahora, gestionaré las indigestiones e intoxicaciones que riman con los excesos de diciembre y sus polvorones.