Ya sabemos lo que un chico quiere decir cuando pregunta si vamos al cine, si vamos a cenar, si vamos a tomar la última en casa e, incluso, cuando dice que nos vayamos a la cama. Son significados que trascienden la suma de palabras. Se supone que la situación en que se generan tales frases aclara la intención real que esas sentencias disimulan. Ambos saben que tendrán que soportar una película que, quizás, no guste a ninguno de los dos, hasta esperar que tras el cine aparezca la encrucijada propicia y todo finalice en su punto justo y cabal. Dos amigos míos se tragaron un, para mí, magnífico concierto de jazz. Semanas después, tras aquella primera noche que, menos mal, culminó entre sábanas, se atrevieron a ser sinceros y descubrieron que a ninguno de los dos les gustaba el jazz. La comunicación humana es muy compleja y en realidad depende de muchos factores que acompañan al texto desnudo, tanto como un espectáculo flamenco de sus palmeros. Hasta yo mismo he dicho que nos vayamos a la cama y la otra persona ha entendido que, en efecto, íbamos a dormir. Me ha visto la cara, la postura de cansancio y demás. En otros casos, cuando pronuncié esa misma oración, el dios Hipnos, señor del sueño para los romanos, sabía que no seríamos suyos hasta que no nos desatáramos de los lazos de Eros, amo ocasional de nuestros cuerpos. La comunicación humana alberga esos misterios. Se dice un no que, según las florituras que lo rodeen, quiere decir un sí, y lo contrario. La naturaleza de nuestras relaciones condiciona nuestro lenguaje, que alcanza su mayor grado de ocultación en la jerga que usan los políticos en general y los responsables de altas instancias muy en particular. A mayor escalafón, más se endiosa el mensaje, de modo que necesite sus sacerdotes, intérpretes de la palabra sagrada, monaguillos y hasta palanganeros para iluminar lo que el gran jefe quiso decir cuando dijo que, durante la última rueda de prensa, o frente a las cámaras de un informativo.
El lenguaje político acude a sus citas con la ciudadanía vestido con una máscara permanente mucho más difícil de descifrar a veces que la mirada de esa otra persona con quien no sabes si, al final, acabarás en la cama o te va a echar el café hirviendo por la entrepierna en ese mismo instante. El habla política se asemeja mucho a esas personas que incrustan en su perfil de las redes sociales de ligoteo una foto tan retocada, tan juvenil, que resulta irreconocible para quien llegue a un encuentro donde reprimirá un grito de horror ante la realidad. Igual, resulta del análisis de lo que dicen nuestros políticos cuando dijeron que. Ahora, por ejemplo, se coloca sobre el tapete de la negociación con los grupos nacionalistas, lo que Pablo Iglesias ha llamado la plurinacionalidad de España. Para mí, español, mi nacionalismo y bandera significan una sociedad, esto es, un grupo de personas que se organiza para disfrutar de una serie de ventajas derivadas de la solidaridad entre iguales. Ese reparto de riqueza cambia de volumen o de extensión según las opciones políticas elegidas como gobernantes. La cuestión es que en España no existe un equilibrio económico entre zonas y en ello abunda el nacionalismo regionalista. Las áreas ricas se quieren separar de las pobres por el simple hecho de que la pobreza exige reparto de fondos desde un tesoro común. Y los pobres son feos. Al sur del Ebro nos quieren como consumidores pero no como receptores de esa supuesta solidaridad. La paradoja se encuentra en que formaciones llamadas marxistas, que deberían de saber aquello de la lucha de clases, apoyan a los ricos en su sedición contra los pobres, enloquecidas por su querencia de yugoslavización de una España a la que conciben como un ente franquista o así. Dicen plurinacionalidad cuando quieren decir pluricarteridad. No es lo mismo ser el proletario en el cortijo de un señorito rico, que serlo en el de uno pobre. Siempre hubo clases, que es lo que Marx quiso decir, cuentan, cuando probó el champaña harto ya de cavas mediocres.