El Parlamento de Andalucía votó la semana pasada contra una propuesta de ley que pretendía situar las casas de juego a más de trescientos metros de los centros educativos. Quienes votaron contra esta resolución adujeron sus razones, como si poner encima de la mesa cualquier justificación ya salvara de cualquier pecado al emisor del discurso. Hasta los nazis tenían una explicación para lo que hicieron, toda muy lógica dentro de sus propias premisas, como hubieran hecho los griegos antiguos con ese catálogo que compusieron de figuras que describen, incluso hoy en día, los recovecos, meandros y purulencias del lenguaje. Ahora te hago una captatio benevolentiae, te despisto con una serie de anáforas, te cuelo dos catáforas, una parágoge por medio y finalizo con un quiasmo que te deja frío como meada sobre el Everest. Pues así son las artes de la elocuencia. Los romanos, bastante más rurales que los griegos aunque pareciera lo contrario, comprendieron la perversión que ocultaban esos manuales de retórica capaces de defender una cosa y su contraria, por ejemplo que había que destruir Cartago y ponerle un piso a Aníbal en Cartagena. De hecho, el pobre Cicerón, abrumado por esa perspectiva de contemplar a uno de sus grandes enemigos al sol de las piscinas de Torrevieja, bebiendo cubatas junto a todos los ganadores de concursos en la futura televisión española, definió al orador como un hombre bueno, experto en el habla. Una aseveración que condena a todos nuestros políticos locales, provinciales, regionales, estatales y bruseleños, a ser malos o analfabetos, méritos que, como evidencian pruebas incontestables, incuso pueden ir unidos, y de hecho suelen ir unidos, aunque esta afirmación ya se haya convertido en un trópico por tanto acudir a ese tópico cálido del político inútil, al que tanto me gustaría derruir antes de irme de este mundo. Pero tal vez ocurra que conozco demasiados políticos, y no logran que acuñe de casi ninguno, o ninguna, para no discriminar, una concepción como la que el bondadoso Cicerón pretendía del orador de hemiciclo.
Hubo en su día un consenso para que la prostitución no pudiera ser ofrecida a menos de una cierta distancia de centros de enseñanza. El sexo siempre es feo y mucho más si se trata de ese que pueden practicar los pobres, es decir, el que pueden pagar a criaturas más pobres que ellos y que sólo disponen de su cuerpo como una mercancía para poner en venta y así ganar el pan nuestro de cada día que, en ocasiones, tanto cuesta que el buen dios nos entregue. En efecto, una chica, con mucha frecuencia emigrante africana, esclavizada por múltiples cadenas, allí puesta en la acera y ofreciendo sus servicios sexuales a conductores y paseantes, no constituye una buena lección, o sí, dependiendo de cómo se enfoque el hecho. Las casas de juego suelen ser mucho más llevaderas por cualquier vecindario. Parecen casi un signo de distinción. Están iluminadas por esos mismos colores atractivos mediante los que ciertos insectos y arácnidos atrapan a sus víctimas que, desprevenidas, se dejan llevar por el tintineo de una promesa de alegría. Las pobres prostitutas pobres quedaron abocadas a esconder sus vergüenzas lejos de la sociedad, en lugares cada vez más apartados e inseguros. Los locales de juego de azar pueden continuar provocando ruinas e inoculando sus ponzoñas adictivas a cuanto joven salga de su centro educativo y quede enredado en las redes de musiquillas y luces de maquinarias aderezadas para esos fines. Los burdeles callejeros horrorizan la vista de una sociedad que se cimienta sobre unos férreos principios morales que siempre se pueden ablandar según la cantidad de dinero puesta sobre la mesa de negociación. Los casinos hacen bonito, sobre todo por navidad. Conozco jóvenes que falsificaban carnés para poder entrar en esas casas de juego situadas cerca de un instituto y que ya disponían de su ejército de zombis adictos. Las prostitutas callejeras ni generan impuestos, ni necesitan fábricas de dispositivos para su industria, ni pertenecen a un consorcios de franquicias como esta de los casinos que parece llegar hasta los adentros de gran parte del parlamento de Andalucía que ni rechista por no molestar.