El alcalde de Madrid, Martínez-Almeida, asombró a unos chicos que le hacían una entrevista televisiva cuando se decantó por una hipotética donación para restaurar Nôtre Dame de Paris, que en su mundo interior alza un símbolo de Europa, antes que para la Amazonia que, como diría cualquiera, no le importa porque no es nada suyo, esto es, no posee allí terreno para recalificar. Si consideramos que un símbolo debería de transcribir un elemento icónico que estableciera una asociación con un concepto para una determinada comunidad, lo de Nôtre Dame y Europa, se queda pobre. Puede ser símbolo de la albañilería francesa, incluso de la asociación parisina de damnificados de la espalda, de la confederación gala de ateos, del Club Fumadores Oh Lalá, o de todo el egocentrismo francés, que es mucho, pero no veo que lo sea de Europa. Como ignoro los conocimientos geográficos del alcalde de Madrid que, vista la respuesta, yo no pondría a prueba en ningún cenáculo donde hubiera algún graduado escolar, imagino que se referiría a una Europa alrededor de Francia y dígale a uno de Berlín o de Siena la ocurrencia del alcalde, incluso a una empanadilla de Móstoles. Lo único común a Europa desde el Cabo San Vicente hasta Los Urales, han sido las múltiples matanzas cometidas desde el uso de la pólvora como arma. Generaciones de madres han llegado a llorar juntas en Nôtre Dame la muerte de sus hijos, lo mismo que en el resto de la Europa física y política. El gran símbolo europeo inequívoco, es la calavera a la que Macbeth pregunta si ser, o mejor dejarlo para otro día y pedir unas hamburguesas a domicilio. Más que un ente político, Europa se concibe como una idea plagada de premisas y desarrollos benéficos para la humanidad, pero también trufada por nociones letales como ese híper-terruñerismo calcado por el resto de estados hijos de nuestra concepción del mundo y de una existencia en rima con pertenencia. La Biblia instaba al hombre a enseñorearse de cuanto veía y por poco esclaviza al mismo dios.
Durante la última función circense de la ONU sobre el cambio climático, mientras una niña bulldog miraba a un Trump payaso red-neck, el presidente Bolsonaro de Brasil ladró en su discurso que no consideraba la Amazonia patrimonio de la humanidad. A veces, hasta el más inepto acierta con una frase, fíjense en este articulista sin ir más lejos. En efecto, un producto de la cultura europea, peor en su copia que en original, expresó una verdad como una Nôtre Dame. La naturaleza no le pertenece a nadie. Se pertenece sólo a sí misma y a sus propias leyes de evolución biológica, geológica y climática. La atmósfera no es propiedad de los europeos que quemamos carbón para producir electricidad y que así no se desestabilice nuestro sistema de bienestar en Asturias, por ejemplo. No son nuestros esos pájaros que migran y se detienen en campos cercados para que los asesinen previo pago. Tampoco son nuestra heredad los ciervos a los que permitimos su vida sólo como objeto de una sádica diversión que tanto acerca al matarife a la animalidad. Hemos usurpado los mares donde exterminamos especies por aburrimiento. Tampoco son nuestros los toros a los que criamos para conducirlos a la inmundicia moral de la sangre y el fuego. Ni la Amazonía ni los Pirineos son patrimonio de la humanidad. Vivimos en el neolítico, mediante parcelación de la tierra y mercadeo de cuanto elemento se encuentre bajo, en o sobre ella. Los europeos hemos destruido nuestro hábitat. Todo fue nuestro. Ahora nos sorprende que las demás sociedades nos imiten en el que ha sido este camino tan próspero que nos ha proporcionado un televisor por cada miembro de la unidad familiar, una nevera que rebosa sin que nos demos cuenta y un poder adquisitivo que nos permite viajar de buen rollo, con el móvil en el tirante del sujetador y la Visa bajo el sobaco, para decirle al mundo que conserve intacta esa misma biodiversidad que nosotros ya erradicamos, vaya que nos quedemos sin loros en casa o sin espacios para selfies, lo que sería peor.