Yo subía temeroso aquellas escaleras de la casa de mi abuela Natividad. Una señora vestida de luto lorquiano y perpetuo, y refugiada entre sus gatos y sus macetas de patio en Antequera. No he conocido ni peor cocinera, ni nadie a quien las flores brotasen con tanto vigor, ni a quien más adorasen los felinos. Monárquica de Alfonso XIII, guardó siempre un odio irreprimible por la República y un amor inexplicable por el Blanco y Negro, suplemento de ABC, del que escondía en las camaretas, vano bajo el tejado de la casa, una notable colección que yo asaltaba de niño cuando la hora de la siesta estival. Le asustaba que cualquier rojo robase aquellos tesoros fotográficos ordenados en una caja de cartón. Era tan buena con sus nietos que me permitió recortar página a página las estampas que quisiera. Así aprendí un collage de la extraña vida social de aquel Madrid, más que de aquella España, de los años 20. Un espacio turbio, trufado por sombreros imposibles sobre las damas y por bigotes engominados bajo las chistera de los caballeros, camino de fiestas galantes de las que, seguro, me habrían expulsado al primer eructo. En la página siguiente, el mantequero pagó para que le sirvieran fresca la sangre de un niño gordo como antídoto contra la tuberculosis. La hija del capitán de artilleros había asesinado a su novio, con quien cohabitaba (foto de detalle de un cuchillo como cualquier otro). Su padre, con quien también cohabitaba, había sido el brazo ejecutor de la última puñalada y a quien se ocurrió quemar en los fogones el cadáver. No se percató de que su hija conservaba la cabeza del finado por quien sentía loco amor en el pecho. Fueron ajusticiados con garrote vil. Como el asesino de su mujer no declaraba el claro crimen, aquel juez lo encerró en una celda rodeado de fotos de su esposa. El hombre narró los detalles del crimen entre llantos y súplicas de justicia a las que el jurisperito accedió sin mayores reparos. Garrote.
Un chico de 16 años alquila una habitación de hotel para que su novia dé a luz el embarazo que ambos ocultan desde hace exactamente nueve meses. La chica pare al niño y el novio lo introduce en una maleta y lo acaba arrojando, tras algún intento fallido, al río Besós. La película de estos hechos, si ustedes me permiten que use mi imaginación entrenada tanto en aquellas lecturas clandestinas, como en mis años de perro muy viejo que ya casi asusta a Satanás, transcurre siempre más o menos así. El padre se cruza con la niña una mañana y se da cuenta de que ya es una mujer. Por la tarde se le va la mano con las copas y cuando regresa a casa trinca a la madre por las solapas y con los ojos inyectados en sangre y una voz como de serrucho contra la madera, le avisa de que si la niña se queda embarazada es por su culpa, porque no la supo educar y es que voy y os mato. Un par de días después, la madre coge a la niña por el cuello en el retrete y casi reproduce la escena, incluso con una fantasmagórica declamación brotada a distancia desde las entrañas paternas. El hombre es fuego, la mujer estopa, llega el diablo prende y sopla. Dos personas en una edad incapaz de gestionar cualquier dificultad ni sentimiento se encuentran con un embarazo pero, sobre todo, con una sociedad en la que no pueden dirigirse hacia ningún organismo que les solucione un error tan humano sin que la noticia llegue al teléfono de unos padres que, igual, tampoco saben afrontar una situación de este tipo. El chico fue muy valiente, cometió un crimen pero no huyó y abandonó a la amada. La chica ha padecido la injusticia de una característica biológica que la condena y señala. El bebé es un cadáver que vino a un mundo sacrílego donde la insolidaridad social surge al pie de la cama. La policía ha sido eficacísima, como en aquellas páginas en blanco y negro donde yo recortaba un mundo que ya intuía injusto. No actuó la maldad, actuó un miedo del que nuestro sistema es el culpable absoluto. Cada quién tendría que verse en esa situación. Bajo una adecuada dosis de pánico las personas borran sus principios y buscan la supervivencia. Puedo hacer un nuevo recorte de titulares e ilustrarlo con estampitas de hace un siglo. Cosas de nuestro progreso.
Y será así por los tiempos de los tiempos