Hay refranes que se deberían de quedar grabados en los despachos de los altos cargos políticos, de esos cuyas torpezas hunden transatlánticos como aquel capitán del Costa Concordia que quiso demostrar a una novieta lo majestuosa que se contemplaba su nave cuando pasa al lado, y la estrelló contra la escollera. Un semillero de chistes si no fuera por los cadáveres que cualquier imbécil deja por su camino. Hay refranes paridos por una desesperación aceptada, como esos que previenen sobre el poco compromiso que la alegría establece con la casa del pobre, o al contrario, sobre la querencia que los infortunios despliegan con quien no posee sino pulgas y flaqueza. Existe incluso un refranero apócrifo, ajeno al recopilado en antologías y textos que otorgan certificado de pureza a creaciones que por su propio origen escapan a esos cauces, tal como el agua por el colador. Estas sentencias pretenden la comprensión del mundo a la vez que el anclaje de un concepto en la memoria. Estos saberes extraescolares se aprenden muchas veces con la contundencia de un correazo en las espaldas. De ese estilo, silabeo uno que desde muy joven me protege contra ciertos tipos de humanos. Mi padre me aclaró que cualquiera es una buena persona mientras no asesine a nadie. A base de palos comprendí que igual te apuñala un tonto que un indeseable pero, al final, del primero no te llevaste ninguna lección porque lo hizo sin querer y no sabrás evitar la siguiente cuchillada. Ya digo que obligaría a que estas frases figurasen escritas sobre las paredes de todos los despachos públicos. En ellas se comprime la sabiduría de quienes perdieron incluso lo que no tenían por culpa de esas manos ineptas o llenas de maldad a las que el imaginario colectivo exculpa mediante un catálogo de complementos circunstanciales. No creo en las casualidades, ni en las determinaciones. Los pueblos pagan la torpeza de quienes asumen con prepotencia que toman el timón para comprobar si alcanzaron su más alto grado de inutilidad por fin.
La gestión de la Listeriosis ya ha mostrado su guadaña y puede que su inventario de ruinas para pueblos enteros. Recuerdo aquella crisis del pepino, cuando Alemania cerró sus mercados a los productos agrícolas de Andalucía. Nuestros políticos vestiditos de blanco aséptico comían pepinos ante las cámaras por si a los alemanes se les abrían las ganas o algo así. La listeria debe de ser una bacteria emparentada con los canguros. Ya ha saltado de Sevilla a Málaga donde los periódicos extranjeros nutren de información tergiversada a medios sensacionalistas que, en caso de que huelan la carroña, se comportarán como hienas que no sueltan una presa, tal como ya hicieron aquellos alemanes del pepino de cuya conducta, al final, no hemos aprendido nada. Estamos ante una alerta nacional. Los embutidos y chacinas andaluces me parecen de los mejores del mundo. Si amplío mi frontera a los españoles, en general, entonces son los mejores del mundo sin duda. No sólo existe competencia entre los diferentes productores de España sino entre todos los de Europa, y ya se sabe que a río revuelto ganancia de pescadores. La Consejería de Sanidad ha conducido fatal esta situación, incluso bajo titulares que parecen llegados en directo desde la barra del cuñadismo. En esta faena también tendría que haber intervenido la Consejería de Industria. Dime con quién andas y te diré quien eres. La Junta ha abordado este asunto igual que si se tratara de una diarrea después de un atracón de pasteles. El consejero de sanidad por poco aconseja sorbos de agüita con limón e ir a la cama sin cenar durante algunos días. A perro flaco todo son pulgas. A la vez que aparecen nuestras empresas cárnicas en los telediarios, la Junta ha avisado de que hará campaña por ellas. El buen paño ya no se vende en el arca, pero mejor prevenir que curar. El verano ya se va con todas sus ventajas para que la información quede oculta. Esta crisis arrecia como esas lluvias torrenciales que ocasionan que alguien te meta un paraguas por el ojo. Sin querer, por supuesto.