Mientras escribo oigo música. Los temas elegidos cumplen varias condiciones. No son estridentes, sólo instrumentales o, si tienen letra, debe ser tan conocida por mí que no la escuche. Acabo de conectar algo de You Tube sobre éxitos de las divas del jazz. Se inicia con uno de esas melodías tarareadas por medio planeta, “My Baby Just Cares for Me” (Sólo yo importo a mi amor) de Nina Simone. En sus primeros versos su voz de diosa americana de ébano confiesa: “My baby don’t care for shops”, una patada para la gramática inglesa (He doesn’t care) que, por ejemplo, supondría un suspenso en cualquier escuela de idiomas si uno andase por un curso de nivel medio, no digo, avanzado. Nunca he oído un tema de Rosalía. Su tipo de arte no me interesa y me mantengo al margen de todos esos fenómenos culturales a los que note cordeles de titiriteros mediáticos. Soy un bicho raro, ni siquiera me gusta el fútbol. Sin embargo, al igual que con las hojas caídas en otoño, es casi imposible no cruzarse con ese tipo de engendros (sentido etimológico) entre las páginas virtuales o impresas de nuestro cíber-mundo. Ya he visto artículos y noticias, que incluso han arribado a las columnas de periódicos como The Guardian, sobre el hecho de que la cantante barcelonesa, que ha triunfado en castellano (el catalán es una de las lenguas oficiales de España), usara varios castellanismos en un tema escrito en catalán. Por lo visto, dirigentes políticos y articulistas regionales han mostrado su disgusto tal y como si hubieran contemplado un espermatozoide furtivo corretear por el útero de sus madres. Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio. The Guardian, por ejemplo, aludía a que sonó una palabra como “cumpleanys” en lugar de “aniversari”, forma normativa en catalán limpio, aunque no creo que exista un sólo payés o exiliado que no comprenda tal modismo, en caso de que lo sea, así como ningún admirador de la Simone se tapa los oídos ante aquella incorrección del negativo en inglés.
Dijo Humboldt en el siglo XIX que la lengua es el alma de los pueblos. A partir de este aserto se dedujo que una lengua conllevaba un pueblo y un estado. Sirvió para que los intereses políticos alzaran la lengua como hacha, tal como el Junqueras. Provocó independencias en los Balcanes o la reivindicación del checo. La misma deducción alentó a que Hitler reclamara los Sudetes porque hablaban alemán. El lazismo catalán, supremacista, no puede tolerar eso de que los espermatozoides o los vocablos anden por ahí descontrolados. Sueña con dos imposibles, el biológico y el lingüístico, donde el concepto de pureza no penetra ni con lubricante, salvo en estas lecciones de ignorancia que políticos y demás analfabetos (universitarios incluidos) ofrecen ante los focos, claro. El vasco pide “oilo” (gallina), del latín “pullus”, y supongo que en tiempos de Roma existía el pollo a la vizcaína. El castellano, humano con dos manos, prefirió la palabra “izquierda” del vasco “ezquerra” y marginó el término latino. Del mismo modo que la añoranza nos llega desde el catalán, el jamón (sorpréndanse) desde el francés, o el champú desde el inglés, al que el castellano cedió los mosquitos para fastidio de sus noches tropicales. La lengua no existe como ser, la norma es dictada por lo que unas gentes de un determinado tiempo y espacio utilizan y consideran suyo. He empleado “la” ante nombre propio porque la castellana lo permite por influencia catalana. Para entendernos unos a otros con las formas de escritura, de pronunciación o de uso, desde tiempos de Alfonso X, en castellano, existen ortografías o gramáticas como la de Nebrija. Contemplar una lengua en su pureza, verla tocada por velos blancos dibuja la ignorancia del pintor. Las lenguas visten de modo provocativo, se sientan en la barra del bar, fuman, beben alcoholes recios y aguardan todo tipo de contaminaciones. La lengua está viva y la vida ama esas promiscuidades, los malos olores, ahonda en esos recovecos prohibidos que tanto horrorizan a los inmaculados y que tantos buenos momentos procuran a los perros callejeros como yo.