Un estudio elaborado por una compañía de empleo ha llegado a la conclusión de que las pausas en el trabajo cuestan más de 3000 millones de euros en España. Me parece una cuenta muy exagerada por unos cafés con alguna magdalena o así. Estos investigadores también deberían de haber reflexionado sobre lo que costaría no realizar esos descansos para echar, o no, un cigarrito al pecho, por despabilarse con un cafecito de media mañana o por no atender a un mensaje del móvil. No todos los trabajos pueden concederse esos pequeños privilegios proletarios. Imaginen un actor que en mitad de la función cambiase la voz e indicase al público que en unos pocos minutos se incorporaría de nuevo a la obra. Sin embargo, el piloto de aviones puede ponerse a tontear con las azafatas desde el momento en que activa a su colega el automático. Los conductores de grandes transportes tienen que realizar una parada para estirar las piernas y oxigenarse cada ciertos kilómetros; de otro modo, podrían sufrir una sanción. Sin embargo al que juzgarían si se detuviera sería, por ejemplo, a cualquier cirujano, no sé, que dejase una operación de aumento de senos sin concluir, esto es, con uno solo implantado y la paciente ya despierta como una moderna versión del cíclope o del unicornio. No todos los oficios muestran iguales característica pero todos provocarían unas terribles secuelas si eliminaran esas pequeñas interrupciones durante su jornada. Por lo pronto aumentaría el número de jefes muertos a manos de sus subordinados. El trabajador sale a la puerta, enciende nervioso el cigarro y aspira con profundidad. Quien allí se encuentre, intuirá que algo ha sucedido. Pregunta. Ambos insultan al jefe, se acuerdan del momento de su parto, intercambian anécdotas, de nuevo insultos, y tras una palmadita solidaria en el hombro se regresa al tajo con el ánimo más calmado y el veneno suelto. Podríamos encontrarnos ante una especie de revolución anarquista por ataque de nervios.
La palabra “trabajo” es de esas raras que en desde su origen ya tienen mala sombra, esto es, mal ángel, el mismo diablo, vamos. Procede de aquella hermosa costumbre romana de colgar a los esclavos ociosos con su propia horca de madera. Se clavaba el largo mango en el suelo, se disponía el cuello del desgraciado entre los dos cuernos en que finalizaba tal herramienta y se le cerraba con un tercer palo horizontal de modo que lo aprisionara hasta su asfixia. Este “tripalium” da un verbo del que el mismo Dios avisó a Adán de que se trataba de una maldición sobrevenida al hombre por una manzana; ahora quieren potenciar ese efecto de condena por un café, sin evaluar las consecuencias también familiares a las que conduciría esa especie de sado-masoquismo empresarial. Las pausas cumplen sus funciones. Que me interroguen en el servicio a media mañana. Pero no sólo son de orden fisiológico sino, incluso, casi espiritual. Si esos dos componentes antagónicos de cualquier matrimonio no pudieran tejer algún tipo de relación, por más imaginaria o platónica que fuese, con otras personas en su entorno inmediato, estallaría esa bomba retardada que suele confeccionar cualquier hogar medio por exceso de proximidad. La cantidad de divorcios sería inmensa, con el consiguiente incremento de los precios de la vivienda, de las tasas de los abogados y psicólogos y el ya vivido desastre financiero hipotecario. Esos leves recreos en una actividad considerada maldita desinfectan esta miseria social que hemos ido articulando desde que el humano construyó su primer chalé y más tarde se dio cuenta de que le venía bien una piscina con un dálmata sobre el césped, que eso viste mucho. Echo en falta algún estudio que rediseñe esta cárcel laboral en que nos vemos recluidas y recluidos, como un tiempo menos dañino de como transcurre ahora; por ejemplo, mediante horarios que permitieran criar hijos y equilibrar los muchos miles de millones de euros que aterran el déficit de la Seguridad Social y que nada tiene que ver con esos cafés y cigarritos que no tienen precio.
Ese castigo divino que algunos afirmamos hacer hasta con vocación convirtiéndonos en masocas del curro… a veces me gustaría ser un perrillo y estar turado en cesped todo el día cagando. Como el dálmata del que hablas.
¡Abajo el trabajo! ¡Arriba el café! (Aunque ya no pueda tomarlo gravias al estrés y la ansiedad generada en el curro) 😣