Voy a los rastros muy pocas veces. Los considero una fuente de tristeza más que de oportunidades. En cierta ocasión, encontré en Fuengirola un señor que sobre una mesa de playa exhibía un ejemplar gratuito de la constitución, un zapato y la revista de literatura Olvidos de Granada, un ejemplar raro que adquirí por un euro aunque aquel hombre me ofreciera el lote completo por sólo dos. No hallo en estas mercaderías al aire ningún motivo poético como los surrealistas quienes arrancaron su inspiración desde una camilla de operaciones sobre la que se encontraba un paraguas en el rastro parisino. No lo creo. En París siempre hace falta una mesa de operaciones y nadie puede olvidar su paraguas. El arte necesita esas mentiras para tirar hacia adelante con su pesada carga teórica. Estos comerciantes siempre me parecen aristócratas venidos a menos. Observo su mercancía y sus movimientos y los imagino bajo un zarpazo del destino o de la condición humana que los condujo a esa especie de moderna buhonería de la desesperación muchas veces. Los zapatos usados capturan mi atención. Nunca vi comprar ninguno ni imagino otro motivo para hacerlo que el de emular las grandes finanzas. Juan March amasó una gran fortuna mediante la adquisición de zapatos desparejados en las fábricas alicantinas por un precio simbólico. Los envolvió con elegancia y los exportó en barco a los Estados Unidos donde fueron distribuidos como zapatería para los muchos cojos que había provocado la Primera Guerra Mundial. Estos que se apilan sobre las esteras, vacíos de futuro, sólo exhiben pasado. No sé. Una fiesta en que la chica descubrió a su amante con otra y arrojó esos preciosos tacones diamantinos por la ventana y por eso uno está quebrado. Alguien que abandonó sus sandalias al llegar a la orilla de Europa porque soñó que aquí le aguardaban unas nuevas y desde entonces las busca por estos tenderetes. Ninguno refiere noches en que fuera usado como copa de champán.
Fue William von Humboldt quien, durante sus viajes como explorador de la lingüística tocado por su salacot y todo, escribió aquello de que la lengua era el alma de los pueblos, aserto que sirvió a varios pueblos para matar de inmediato a su vecino en quien no consideraban que habitase alma alguna. Juan March le debe su negocio a una elucubración lingüística. Los pueblos de esta casi isla ibérica estamos dispuestos a divorciarnos a causa de las diferentes evoluciones que sufrió el latín, o de una aparente ausencia de latín. Las cosas del alma como todos los intangibles, esto es, la idea de dios, la de honor o la de pureza son las que provocan un sufrimiento a la humanidad que se puede medir y contar en millones de muertos. Llegado ese momento uno se desprende del alma porque intuye que tampoco le hará falta en el otro mundo. Cuando paseo este laberinto delimitado por mercachiflería, recuerdo que en inglés si alguien quiere saber lo que la otra persona siente tiene que ponerse en sus zapatos. El español camina por territorios más trágicos y a la vez espirituales. Un alma diferente del inglés, en términos de Humboldt. Nosotros nos metemos en la piel. Cualquier británico, de estos que junto a mí pasean con descuido, rojizos bajo un sol ya intenso, podría escribir miles de relatos con sólo calzarse el número adecuado y el par. Cerraría sus ojos y quizás hasta entonaría la voz del anterior dueño a quien desnudaron en un tugurio de juego clandestino adonde acudió confiado en las certezas de éxito que le auguró una nigromante de esquina. La mayoría de las veces sólo expresaría lamentos por las rozaduras infligidas y abandono en el contenedor. Yo, hijo de mi idioma, me veo en la penosa obligación de optar por un buen juego de cuchillos si quiero conocer a alguien en su intimidad. Como alternativa, me pongo místico y aprovecho las ocasiones en que alguien se sitúa junto a mí en cualquier barra y charlo y le permito que me cuente todo aquello que me trae sin cuidado. Observo sus zapatos y calculo la tersura de su piel. Quizás el español sea menos pragmático, pero es mucho más intenso.