Cada quien tiene su trocito de ciudad, su pequeña pecera donde cumple sus obligaciones y devociones. Hay una Málaga para cada malagueño; en la mía no sería alcalde Don Francisco de la Torre, alguien con quien charlaría muy a gusto sobre mil historias de este municipio al que adora, no me cabe duda, pero con quien no comparto ni sus ideas, ni esa ideología sobre las que se cimientan. Parto de un respeto absoluto y de la consideración de que es un técnico muy capacitado para seguir llevando el timón del consistorio pero, ya digo, me horroriza el desatino hacia el que capitanea esta jábega a la que quiero tanto como él. Su política municipal aboca Málaga hacia su deshumanización en varios sentidos. La fachada se ha convertido en punto esencial del concepto de ciudad, en lugar de sus habitantes. La tendencia arquitectónica y urbanística, impulsada desde esa idea, pretende que nos domiciliemos en una especie de gran centro comercial de esos que imitan un pueblecito donde quien llegue se transmuta de ciudadano a consumidor. Interesan sus billetes no su persona. Cada asiento se orienta hacia un escaparate a su vez rodeado de sillas para bares y restaurantes. Las esquinas se conciben como ámbito para el consumo. Somos ocupas de pasillos de un supermercado. Los romanos delimitaban las dos avenidas principales y, luego, imaginaban el foro, el área de encuentro y expansión para la ciudadanía. Las calles malagueñas han sido peatonalizadas para ser cedidas a las cadenas de una hostelería, casi toda de consumo rápido, y con la vista puesta en un cliente al que no se pretende ver de nuevo por allí. El Ayuntamiento entrega terrazas, esto es, espacio público, pero no propone un contrato mediante el que la empresa a la que se concede ese terreno aplique unas determinadas condiciones salariales a sus trabajadores, también dueñas y dueños de esos metros hurtados bajo excusa de recaudación.
Desde esta premisa de urbe como ámbito del no-ocio, es decir, negocio, se deducen muchas barbaridades. Las personas no importan en este Monopoly del sur. El vecindario de zonas como el Centro histórico, Teatinos o Pedregalejo se ha convertido en rehén de esta noción. Las aceras en general son contempladas desde el plano. El horror vacui que atenaza a este consistorio consigue que dos personas no puedan andar de la mano salvo en los pocos metros instituidos para ello. La acera que conduce desde La Goleta a Ollerías permite unas mínimas losas para un peatón que se tiene de desplazar en fila comprimido entre el muro, los árboles, el carril bici y los varios macetones que adornan la puerta de algún comercio y museo. Nuestros ediles bajan al asfalto sólo en días de guardar. En Calle Cuarteles o Salitre, donde había espacio se instalan marquesinas de autobús u otra edificación junto a las terrazas que dejan poco más de un metro para el caminante. Parece que en los programas de diseño no se incluyen humanos. En los idearios consistoriales tampoco, salvo como pagadores de cargas y gravámenes. La ciudad soñada por este ayuntamiento década tras década se dispersó con fines especulativos, en lugar de atender a la expropiación y repoblación de todo el Centro, para que unas dimensiones racionales contuvieran el gasto de mantenimiento; además, de Calle Larios existe Lagunillas. La ciudad asaltada respeta la propiedad personal como bien de especulación pero no considera la propiedad de esos vecinos a los que condena a un infierno de ruido y juergas en bares y pisos turísticos; en este contexto molesta un parque en los terrenos de Repsol. La ciudad expoliada ni siquiera tiene en cuenta a los trabajadores cuando entrega a los negociantes sus tesoros, como sucedió con LIMASA o ahora con el CAC cerrado por simple desidia burocrática. Este ayuntamiento quería regalar terrenos para una universidad privada a la vez que cobra impuestos de basuras a los institutos públicos de enseñanza. Una política municipal tan de artificio como sus fuegos de feria. Un modelo de éxito aparente con ruina certificada en un pronto futuro. Aquí un malagueño es como un extranjero, pero de segunda.