Los productores de mollete antequerano están intentando organizarse para llevar las bondades de este panecillo a un amplio número de mesas mediante técnicas de producción y distribución modernas. Aquellos molletes de mi niñez llegaban aún calientes desde una tahona a pocos metros de la casa de mis abuelos que funcionaba con horno de leña. No todos los días elaboraban tal bollito para mi desayuno durante las vacaciones en mi pueblo. Las mañanas que se despertaban cuando aún el cielo era noche y el frío una hostilidad insistente por las calles, se tornaban vivaces a la luz de una hogaza blanca que incluso aún quemaba un poco las manos. La alegría se desplegaba desde un trozo de pan cavernoso por dentro, ligeramente enharinado en el exterior, siempre con forma romboidal, textura blanda y aromas de madera. El sabor de una niñez intransferible por siempre perdido aunque intenten asemejarlo. La vida tiene sus leyes y esta es una de esas inapelables. Proust descubrió la marea de los años entre las vetas de un té en el interior de la magdalena familiar. Yo, perdonadme, mucho menos fino, tendría que hallarla mediante el uso de una loncha de jamón de York apresada entre ambas caras de un mollete recién hecho, al que combinaba con la bebida de chocolate y leche que ese día tocara. Proust se movía en unos escenarios burgueses centro europeos a los que nunca fui conducido por mi estrella, que también podría haberse enrollado un poco y haber sembrado mi memoria en alguno de esos humildes apartamentos áticos del Empire State Building, o incluso del Chrysler, al que también habría aceptado con resignación. Ya sólo me queda asumir mi destino y defenderlo porque es lo único que uno posee. Si contemplo mi alrededor, tampoco tengo derecho a quejarme, aunque durante mi crianza eche de menos ciertos ejemplares de marisco que, décadas más tarde, supe que existían, sobre todo, en esos reportajes que convierten vidas ajenas en objeto de deseo y en un cómodo método para delegar la propia existencia en la de otros a quienes se ve más lozanos y felices.
En aquellos años en que no siempre había molletes porque no había sobrado masa en la artesa, o el cálculo de la leña para el horno había sido exacto, la cocina popular española arrastraba el desprestigio de todo aquello que no fuera francés o que no fuera de importación. Los restaurantes perpetraban vichyssoises, lenguados a la meunière o bouillabaisses que ni siquiera sabían pronunciar. En compendios de recetas de diez tomos no aparece ni una gota de aceite de oliva ni para mojar pan. Explicaba Vázquez Montalbán que a la izquierda, aún medio clandestina, se le debe la reivindicación tabernaria del quinto de cerveza y el pincho de tortilla de patatas. Carmele Marchante, hasta que decidió ganar dinero, dirigía en Barcelona “Ajo Blanco”, una de las publicaciones culturales con mayor prestigio de España con nombre capturado en el bar de malagueños donde tomaban el menú del día. Aquella cocina de la humildad y la supervivencia pasó desapercibida para la high life. Hoy la porra, tan antequerana como mi mollete, los potajes, las ensaladillas o pipirranas tienen que pegar codazos para sentarse en la misma barra que las reducciones, espumas o coulants. Ambos mundos pueden convivir en perfecta armonía pero la personalidad cultural de cualquier área queda definida sobre todo por ese laboratorio de magia alimenticia donde dicen que dios habita entre fogones. Las características de la provincia de Málaga la convierten en uno de los rincones con mayor variedad gastronómica posible. Trópico, mar, huerta mediterránea y llanos casi esteparios junto con alta montaña. Un país de igual tamaño al País Vasco que, sin embargo, ni comercializa bien sus señas de identidad ni aún las reivindica de modo mayoritario. Ojalá pueda desayunar un día en cualquier aeropuerto lejano un mollete junto con una bebida con cacao y traer a la mesa a aquel niño que fui. Aunque con cuidado; aquel niño me empujaría de la silla, me quitaría el bocadillo y saldría corriendo. Mi niñez no fue la de Proust, pero no cambio un mollete por una magdalena.