Como principio general antropológico, hay dos asuntos de los que cualquier española o español sabe, esto es, de la selección nacional de fútbol y de paellas. Yo mismo percibo sobre mí, mediante el método de autoexploración, cómo a pesar de que ni me gusta el fútbol ni ningún deporte salvo el boxeo, ni soporto el sentarme ante el televisor una hora viendo un grupo de tíos que corre tras un balón, pues yo también caigo en ese fenómeno que supongo inherente al humano y que hoy bautizo como paellismo. Podemos definir paellismo como la actitud mediante la que el sujeto no sólo considera que sabe más que nadie sobre un asunto, sino que, además, se permite expresar sus elucubraciones. Está uno ante su paella, controlando el fuego, la cocción de los ingredientes, y que las veinte amistades que lo rodean no le quiten una vez más su cerveza, y siempre, siempre, excepto en mi cocina porque saben que me gusta el boxeo, hay alguien que se permite decir al cocinero qué tiene que hacer, qué debe echar, o por qué no lo mueve así o asá. Con este cuerpo presente, que será aun más cuerpo presente algún día, he contemplado cómo alguien, que jamás encendió un fuego, se permitía proclamar que el único que sabía de paellas era él, o su primo parroquiano fijo de un bar de barrio. Esa actitud que tanto agrede a la prudencia está extendida por todo el orbe, con su adaptaciones claro, en USA tendríamos que bautizarlo como barbacoísmo, en Hungría como gulashismo y en Francia, omelettismo. El ser humano se comporta como un enterado frente a la existencia desde que probó el fruto del árbol del conocimiento. El diablo nos quería paellistas frente a dios. Hoy, la enseñanza obligatoria extendida por amplias capas de la población aviva esta singularidad como especie. Incluso el sistema universitario ha fracasado en inculcar el recato ante lo desconocido. Todo concepto muestra una superficie que conduce hacia una profundidad que debe ser explorada mediante un método que evite el oleaje de las ocurrencias.
Existen paellismos inofensivos y otros peligrosos derivados del hábito de esos primeros. Alguien recibe una iluminación, de pronto ve el complot internacional y proclama, sin pudor pero con serios errores sintácticos, que las vacunas son un negocio, que lo son, y los laboratorios expanden enfermedades. Nada tiene que ver el incremento de la población mundial ni la erradicación de epidemias. Apenas estudió un graduado escolar pero la criatura se siente imbuida de esa autoridad paellista que le impulsa a proclamar que, por ejemplo, el maracuyá en el desayuno previene el sarampión. Y ya está. En casos sale bien por pura casualidad, en los inicios de los humanos ni existían vacunas ni médicos, es cierto, pero si estas revelaciones salen mal fastidian al sujeto paciente, junto a varios prójimos. El paellismo es tan humano como el eructo y, en muchas ocasiones, con idéntica solvencia semántica. Durante los momentos iniciales del rescate del pequeño Julen, del que espero que en pocas horas sintamos la alegría de su regreso, apareció una auténtica legión de ingenieros de minas y especialistas en situaciones de emergencia, sin título, que andaba ahí agazapada, humilde cada quien en sus tareas pero que, dada tan singular ocasión, no ha podido evitar expandir su paellismo a través de cada micrófono que quisiera servir de canal transmisor de sus profecías. Pocas cosas hay nuevas bajo el sol; la constatación y denuncia del paellismo se encuentra en, por ejemplo, “Los eruditos a la violeta” de José Cadalso, siglo XVIII, o en las observaciones de Larra, siglo XIX, cuando escribió “En este país”; incluso en Valle Inclán, cuando planteó en sus “Divinas palabras” cómo el misterio que alberga un enunciado en latín, lengua ininteligible, acalla al pueblo. Lo irracional esclaviza la razón; por ejemplo, cuando alguien vierte más arroz de la cuenta sobre una paella, con guisantes o chorizo y no atiende a lo que le estoy explicando desde mi domino absoluto, y por ciencia infusa, de las artes culinarias.