Si los romanos hubieran construido la Torre Eiffel de Segovia, en lugar del Acueducto de Segovia, como aparecía en una representación de Faemino y Cansado, nos habríamos ahorrado estos disgustos que está provocando este, ahora monumento, antes simple surtidor de agua. No tenían visión de futuro estos romanos. Hace poco, alguien mensajeó de broma, como diálogo de La vida de Brian, que habría que destruir ese símbolo del imperialismo. Las respuestas se dividieron entre quienes de modo muy razonable se dedicaron a insultar y amenazar al autor del mensaje, y entre quienes con gran acopio de lógica apoyaban la ocurrencia. Los europeos llevamos ya más de cincuenta años sin matarnos entre nosotros y creo que eso está afectando a nuestro carácter. Se echa en falta una buena guerra civil, igual que en invierno añoramos el verano y viceversa. Demasiada tranquilidad y comida en el súper. Alguien en el Ayuntamiento de Segovia, la de la Torre Eiffel nonata, recordó esa leyenda en que una segoviana engañó al diablo para que construyera el acueducto en una noche. Como al turismo hay que darle una sonrisa y algo que hacer, pues encargaron una estatua del diablo (que yo sepa nadie ha visto su rostro, aunque haya sentido su aliento) cuernicorto, bonachón, regordete como cochinillo lechal, con las piernas cruzadas mientras se hace un selfie para incitar a hacérselo junto a él. Lo querían situar junto a esa fontanería en piedra, pero alguien ha cursado denuncia ante el juez basada en un delito contra los sentimientos religiosos. Ese diablo descontextualizado de una iglesia puede incitar tanto a su culto, como a exaltar el mal en una ciudad tan cristiana que tiene como símbolo gastronómico un lechón asado que, los primeros quince días que lo almuerzas, pues oye, guay, pero luego uno anhela una ensaladita fresca aunque te tachen de morisco o judaizante, como en siglos pasados, tan presentes.
Para desgracia de esa modernidad rojera y de los independentistas que necesitan denostar a la sociedad española para realzar sus visiones políticas, en ocasiones tan fáciles de confundir con el delirio, España ha sido considerada por The Economist, como una de las veinte democracias plenas del planeta. Sin embargo, el apartado referido a la libertad de expresión provoca un descenso en los puestos de la tabla. Nacido en 1964, con mi adolescencia pasada durante aquellos años convulsos de los inicios de la democracia, constato que en los últimos años hemos retrocedido en esos aspectos. Cierta legislación peligrosa está convirtiendo elementos de la moral personal en rejas de la colectiva. Si La vida de Brian (1980), antes aludida, se exhibiera hoy en un cine, no me cabe duda de que algún grupo iluminado cristiano (tan intolerante como los intolerantes musulmanes o los intolerantes judíos) denunciaría tan impía actividad en el juzgado de guardia, con base en dos conceptos tan vaporosos como el sentimiento y el religioso. La psicología explica que los sentimientos no existen, son avivados por una determinada forma de considerar los sucesos. La religión es definida como conjunto de creencias o dogmas acerca de la divinidad (RAE), es decir, nada tangible. Toda persona merece respeto absoluto por el hecho de ser persona, lo que no puede constituir óbice para que se articulen críticas, incluso sarcásticas, hacia cualquier sistema de pensamiento. Desde este instante me revelo como divinidad, y me declaro adorable en todos los sentidos. Mi mensaje es sencillo: he creado este mundo sin vida ultraterrena. Podéis hacer lo que queráis (sexo incluido) siempre que no hagáis daño ni a los demás ni a la naturaleza. La liturgia consiste en invitarme a copas y en darme cariño. Estoy aquí para pasar un tiempo finito con mis criaturas en la ciudad más maravillosa que existe, en el mejor país del mundo. Sin discípulos ni santidades. Sin libro sagrado. Sin templos. Sin milagros. Adoradme cuando coincidamos en los bares. Si alguien blasfemare contra esta tan grande revelación sufrirá una denuncia, tan lógica, tan jurisperita, como la provocada por un diablo en Segovia.