Ayer, en la explanada frente al CAC de Málaga, descubrí una rayuela dibujada en el suelo. Miré alrededor por si hubiera sufrido una broma de esas con cámara oculta, o un bucle temporal que me hubiese transportado a mi España de hace décadas. Ningún tiempo pasado fue mejor e imaginen lo que sería tener que padecer de nuevo pantalones de campana, cuellos de camisa en pico y bigotes como turco del siglo XIX. Ningún tiempo pasado fue mejor, aunque todos albergaron sus virtudes. De pequeño, cuando los atributos de la existencia se segmentaban según géneros de un modo más abrupto que hoy, las niñas jugaban a la rayuela. Dibujaban con una piedra o tiza, las casillas numeradas sobre la acera, culminadas por un tejado final curvo; luego, impulsaban la piedra a pequeños puntapiés de saltos a la pata coja y… y no sé más, porque yo me iba junto a los otros niños a pegar pedradas a cuanto bicho viviente, humanos incluidos, se moviera por las calles de mi barrio. Tirar pierdas era casi nuestra ocupación favorita en la que nunca fui bueno, como en ningún deporte. Además, tenía gafas y estaba gordito, lo que me señalaba como víctima en esa pirámide de depredación que los niños alzaban mientras las niñas, pacientes, civilizadas, componían unas cuadraturas sobre un suelo que definían un mundo en sí. Dos modos de emplear las piedras. Creo que desde entonces siento pasión por la mujer. Hay quien clama contra los juegos electrónicos y sus mundos virtuales. Son acusados de actuar como freno a la imaginación y de fomentar la soledad infantil e, incluso, la violencia, así a bulto. Ningún tiempo pasado fue mejor, ni las generalizaciones se adecuan a los humanos. Por ejemplo, eso de que los niños ya no juegan como antes, quizás haya sido un concepto invalidado por la rayuela que descubrí hace un par de días. Se borrará como todas las rayuelas, salvo la de Julio Cortázar, sin que nunca sepamos si alguien logró la puntuación requerida, o si algún zapato juvenil empujó la piedra hasta el final de esas casillas. Quede ahí como un dios al que alguien confió su suerte.
El juego, con independencia del soporte, siempre existirá. Va implícito en las particularidades de nuestra especie que también se caracteriza por algunos elementos positivos, como esta capacidad lúdica que, sin embargo, procuramos reprimir con el tiempo. Nada más solvente para los valores bursátiles que un tipo serio, de esos que no juegan ni con su pilila en momentos de alegría mañanera. Un señor que se viste como hay que vestirse, esto es, sin hacer concesión a la paleta de colores ni a otras prendas que no figuren en un catálogo de almacén también reputado como adusto y grave. Nada más absurdo que tomarse la vida demasiado en serio. Una sucesión de presentes entre dos vacíos que habría que dignificar con risas y alegrías en su justa proporción como todo lo que sienta bien. Recuerdo aquella canción de Juan Perro, la de si te vuelvo a pillar pintando un corazón de tiza en la pared. Habría que comenzar explicando a los niños de casa lo que era una tiza, criados como están en los colegios con los rotuladores y pizarras blancas, cuando no digitales. La rayuela que descubrí implica la existencia de unos padres, casi una madre, que enseñaron tal entretenimiento a sus pequeños, ya sin distinción de género azul o rosa como quieren volver a instaurar en Brasil los iluminados. Las generaciones animales aprenden de sus predecesoras esos comportamientos de recreo. El chico o chica que dispara a los zombis de la tele junto a su familia, adquirirá el grado de violencia que ya usen en casa; igual que quien juegue al ajedrez o a las cocinitas con sus mayores desarrollará en un primer escalón sus iguales destrezas. No hay juego más educativo ni más divertido que el desarrollado junto a papá o mamá, salvo que estos sean los Manson. Entregar unas cajas y conectar unos cables para que el chico o la chica se quede en red frente a la pantalla, escenifica otro método más de aparcar a la prole en un espacio donde no moleste, pero de un modo más moderno, no como antes, cuando todo era mejor.