En días como estos no me queda claro si el humano es un animal gregario o preferiría ser un espécimen que cruza en soledad la estepa como si de un viaje místico se tratase. No sé. Ahora, es difícil que el pensamiento trascendente me invada, así, vestido como estoy, con este tanga color rojo de oferta y que pica, al mismo tiempo que se meten por los ojos algún que otro pelito brillante de estos del gorrito cercado por borla y ribete blancos. Los rituales tienen grandes ventajas. Por lo pronto, evita esa molestia del pensamiento. El rector de la Universidad de Salamanca, tranquilizó al rey Fernando VII durante el discurso de bienvenida, cuando aseguró que en aquella institución no había arraigado esa manía moderna de pensar. Ya digo, un engorro tal que ni en los centros educativos lo quieren. Esta mañana, sin ir más lejos, no he tenido que plantearme qué ropa interior iba a ponerme para que, como siempre, me conjuntara con la externa. Me aterra la imagen que de mí se difunda. Si tuviera un accidente mortal, al menos que quede una cierta impresión de mi elegancia entre quienes tengan que asistirme en tan ultimísimo trámite cuando la defensa propia se hace tan difícil. ¿Ven? La muerte, por ejemplo. Los humanos, desde tiempos ancestrales, sabemos que hay que hacer algo frente a ese desorden sobrevenido. Inventamos un mundo más allá, establecimos un color para la tristeza social, y articulamos unas determinadas frases hechas para la ocasión de acuerdo con el grado de cercanía al finado o a sus familiares. Pero no nos pongamos truculentos que hoy no toca. El procedimiento para abordar este día nos indica que no es apropiado sumirse en ideas tan luctuosas, cuando una buena parte de la humanidad femenina va a usar escotes y tirantes vertiginosos, mientras la masculina se limitará a las peculiaridades arriba esbozadas. Y es que el ritual coloca las piezas en su sitio como por sí solas, o las desplaza por extrañeza absoluta, como aquel día que me ofrecieron mantecados y polvorones en un instituto de Salónica en junio.
Los rituales también tienen sus defectos. Hijos y casi esclavos de nuestra tecnología, hemos permitido que nos dicte conductas incluso en las áreas más íntimas de nuestro deambular sorpresivo por este mundo. Imaginen, un guionista de Hollywood se sentía presionado por la productora y en un acto de desesperación creativa sitúa a los amantes desnudos sobre una alfombra de oso, frente a una chimenea y con sendas copas de espumoso en las manos. La cosa pinta de lo más cuco en pantalla. Y ahí están ustedes, retorciéndose sobre el sintético como yo por los picores de este tanga, muertos de frío, a la vez que ahumados como salmón noruego, con una copa de cava caliente entre estómago y vejiga urinaria. Cuando los americanos quieren recalcar que algo es civilizado, bello e incontestable siempre acuden al toque francés. Nosotros ya sabemos de esas discutibles virtudes de nuestros vecinos del norte, fabricantes de regulares quesos, dudosos vinos sacrosantos, y mediocre higiene y modales. Para los americanos representan la esencia del buen gusto. Gracias a ese concepto uno se ha visto bebiendo champaña en el zapato de una dama, edificando cascadas de copas, y derrochándolo como ducha, en lugar de ingerirlo, cuando haya algo que celebrar. Nos aterran los silencios, o una discreta sonrisa a lo Gioconda si la lotería ha tenido a bien arreglarnos la existencia material, la importante, dejémonos de moralidades para pobres. En una lucha permanente contra las características de nuestra especie, nos fijamos en los pavos reales y los gallos salvajes que cortejaban a sus hembras, en los ciervos que se berreaban primero y se cuerneaban después, o al revés, y en qué sé yo. Necesitamos un protocolo de comportamiento, si no diario, sí para festivos. Así, esta noche cenaré con esta vergonzosa ropa interior, tocado por mi gorrito y embutido en traje negro, mientras como unas uvas que odio al soniquete de un campanario equívoco. Y otro ritual que pasa. Que ustedes sean muy felices, de todo corazón.