Cuando yo era pequeño, perdonen este inicio tan ñoño, las navidades traslucían una época de emociones. Regresaba a mi pueblo como en los anuncios del turrón, la casa se vestía de familiares y amigos que deambulaban entre oropeles y los brillos chinescos de las guirnaldas de colores. La navidad redactaba un pacto tácito en el que cada casa, al menos la mía, se convertía en hogar. La mentira vestida de rojo y con mofletes dictaba los renglones del guión. La nieve en mi diciembre sureño era tan falsa como la sonrisa de muchos de mis familiares. El niño disfruta el ritual como un juego reglamentado. Paso a paso, la constancia de las agujas del reloj desarbolan la inocencia. Ya descubrió Adán que conocimiento y felicidad pueden ser unos íntimos enemigos jamás dispuestos a avenirse en una misma causa. Yo anhelaba aquellos ceremoniales de Nochebuena. Las mujeres en la cocina, los hombres en el salón y los niños enredando con carreras y gritos alrededor del patriarca, mi abuelo, que unía como tronco todas las ramas de aquel árbol. Y llegaba la hora de la cena. Comíamos lo que no visitaba las mesas en el resto del año. Era España tan pobre que, incluso, los tebeos describían aventuras de personajes con hambre perpetua, como Carpanta, siempre a la persecución de un pavo por estas fechas. Por fin aparecían las gambas y los sanjacobos con patatas fritas que, en pocos minutos, daban pie a la parte importante del menú, los mantecados, antequeranos por supuesto, junto a otros dulces y, sobre todo, los licores anisados que, por aquellos entonces, podían ser bebidos por los más pequeños que, además, ya habíamos ingerido al medio día nuestra dosis de Kina San Clemente para que se nos abrieran las ganas de comer. Las mujeres se iban a la Misa del Gallo con los niños y los hombres se quedaban jugando a las cartas y hablando de Franco. Una representante por cada domicilio puesta en paz con Dios era más que suficiente. Al otro día, almuerzo de sobras, despedidas y bajada del telón. Sin aplausos.
Nos hemos vuelto una sociedad compleja. El desarrollo que trajo la democracia, la entrada en la Unión Europea y la multiculturalidad han modificado los capítulos de esta comedieta a la que, sin embargo, le cuesta soltar su imaginario y su brillantina. Quizás debiera irme a Copacabana, no sé. Como aquel personaje de la Roma de Fellini, ya sólo habito los recuerdos, además, falseados por la memoria. La noche de San Silvestre ahora pertenece a mi pequeña sobrina Laura, a la alegría de que mi madre aún esté conmigo y al encuentro con mis hermanos. Ni siquiera sé qué voy a hacer de comer. Ya no reservo nada para esta ocasión especial y no pienso gastarme un pastón en aquello que no puedo comprar. Además, ya he comido pavo. Con cada porción borré los mitos de aquel chico nacido en un país mísero. Vengué a Mortadelo y Filemón, a Zipi y Zape, al soez villancico que sobre este tema cantábamos de adolescentes pero, sobre todo, al pobre Carpanta y esa quimera suya de carne tan insulsa que tanto depende de salsas y acompañamientos. Comí pavo y me quedé sin otros afanes. Perdonen, de nuevo, tanto confeti y sentimentalidad volcada sobre el mantel. Según constato, nunca estoy satisfecho con lo que la vida me pone por delante. Ahora que puedo preparar una cena dentro de las lindes de un lujo de marca blanca, no tengo a los comensales que querría tener al lado. En efecto, lo de Copacabana y sus tangas puede ser una opción. No obstante, dada mi dilatada experiencia conmigo mismo, apuesto a que esta noche, sirva lo que sirva, acabaré jurándome que nunca más comeré así, pertrechado de infusiones y antiácidos. Todo esto sin perjuicio de los juramentos de igual índole que proferiré en Nochevieja, junto con las auto-promesas recurrentes de hacer deporte, dieta, aprender inglés, dejar de fumar y de beber. Las próximas navidades serán tan diferentes como las pasadas. Que ustedes pasen una magnífica tarde, cena y compañía. A ver si invento algo para el pavo y ya les cuento. Voy a buscarme un tanga rojo.