Érase una vez que me encontraba en un bar de El Chorro, patria de mis mayores, y un tipo reprochaba al aire de quien lo escuchara que la juventud no servía para nada, que la gente nueva no era capaz de traer al mundo tantos niños como se hacía antes. Y venga con la murga. Y venga a chillar esas mismas opiniones que nadie le había pedido. Un parroquiano le espetó: “Mira, descalzos y muertos de hambre como los tuyos, crío yo todos los que quieras”. Silencio. La natalidad ha descendido en España hasta los niveles de aquella posguerra cuando la miseria paseaba su rostro desdentado entre los escombros y el luto. Descalzo y muerto de hambre un dictador criaba un pueblo. Como hemos mudado nuestra condición social de ciudadanos a consumidores, nuestras autoridades hoy se preocupan por la repercusión futura que esta merma en la cantidad de recién nacidos tendrá sobre las pensiones y otros gastos. Quizás nuestros políticos sigan creyendo aquello de que los niños vienen de París. Padecemos un sistema productivo tan demencial que tener hijos es cosa de muy pobres o muy ricos, sin término medio. No se trata de un problema de fabricación. Las y los españoles alcanzamos un muy alto lugar en los podios que estudian tanto la frecuencia como la satisfacción en la cama. Las dificultades nacen y crecen en el instante de dar a la luz a esa misma criatura que va a depender de su familia durante más años de los que ambas partes puedan imaginar. Los horarios laborales impiden que la familia se ocupe de la crianza correcta de sus hijos, esto es, de acompañarlos en su aprendizaje tanto académico como vital. Imaginemos los impedimentos para una mujer sola. Los precios de la vivienda consiguen que cuando una pareja se independiza y estabiliza ya tiene unos añitos que rozan y pasan la treintena. La preparación necesaria para que una persona alcance un puesto cualificado que le proporcione un sueldo digno exige también una edad. El dilema se entabla entre el disfrute de la vida con billetes en el bolsillo, o la materno-paternidad. Jamás como ahora el nacimiento ha sido un milagro.
La cohesión social se alcanza mediante los pactos que una comunidad establece entre sí y que la definen como tal, no como una jungla donde cada quien se busca la vida como puede. El orgullo de airear una bandera debe partir de la sensación de protección mutua que conlleva la posesión de un determinado pasaporte; lo demás cae dentro del terreno sentimental, por definición falto de lógica y lleno de sinrazones. La sociedad española ha crecido durante las últimas décadas y ha alcanzado unas cotas de bienestar nunca logradas; sin embargo, tal vez sea necesaria una reformulación de varios acuerdos que hagan posible situaciones tan naturales como el hecho de que una pareja, o una madre sola, puedan no sólo tener niños sino, además, criarlos. El fracaso escolar o el descenso de la natalidad revelan facetas de un mismo problema. Los horarios de trabajo en España combinados con la precariedad laboral y añadidos al disparatado coste que la vida tiene para la juventud, nos abocan a una permanente sensación de zozobra del barco y de desconexión entre la política y la realidad de las aceras. Tener hijos significa conocer el miedo. Si se elige esta opción de modo consciente conlleva una preocupación crónica. Los permisos de paternidad o maternidad, los comedores escolares, las aulas matinales o las desgravaciones ponen parches, poco efectivos según vemos, a unas dificultades que sólo están resolviendo los abuelos que, en lugar de disfrutar de sus nietos, actúan como padres suplentes, clínicas, profesores particulares y un montón de funciones más, irrealizables por parte de la familia. En efecto, si uno no se ocupa de los hijos puede criar todos los que quepan en los dormitorios. Si los niños vienen para recibir el amor y las atenciones que le corresponden, entonces mejor abstenerse en España. Una mala noche condena toda una vida, y una buena, mucho más.