En un alarde de torpeza, la Universidad de Padua ha publicado un estudio en el que vincula el agua contaminada por PFC, adherente del teflón en las sartenes, con el incremento del índice de micropenes por inhibición de esa testosterona de la que tipos calvos, como yo, estamos sobrados según me felicitó mi dermatóloga allá por mi juventud. La propia Universidad indica que Padua se ubica en una de las áreas del planeta con el agua más polucionada por este tipo de compuestos y, además, chivata que también ese mismo problema aqueja a los habitantes de Dordrecht en Holanda y Shandong en China, cuyos grifos hay que dejar correr como aconseja el sabio refrán español. Todo este asunto esta considerado desde mi punto de vista heteropatriarcal y falocrático, según imagino que alguien estará mascullando entre un rechinar de dientes a la altura de estas líneas. Y es que uno asiste, órganos sexuales incluidos, al desarrollo de una sociedad sin humor, o mejor dicho, ya que estamos con asuntos médicos, si nos atenemos a aquella elucubración de Hipócrates estamos permitiendo que la bilis amarilla y negra nos invadan, no sé si disueltas en el café o en esa agua dañina que tantos disgustos genera. Permitimos que de titular en titular periodístico, y de rumor en rumor de redes, igual que quien salta las piedras sobre el cauce, caminemos hacia esa orilla donde habitan los quejíos nuestros de cada día y casi hasta de cada hora. Bloqueamos la entrada de la sangre que, según aquella concepción hipocrática, tornaba al humano valiente y amoroso. La sangre oxigena el cerebro, y el humor, el buen humor, revela un rasgo de inteligencia, la gran conquistadora del mundo al margen del micropene o de la fachada que entre dios y la genética hayan otorgado a cada quien. Si alguien quiere ligar en la barra de un bar, lo que tiene que conseguir es la carcajada en la otra persona, la risa invoca al cerrajero de cualquier dormitorio y arropa toda buena noche. Pero no, estamos articulando una sociedad fúnebre y gris muy en consonancia con el histórico carácter español, catalanes y euskaldunes incluidos.
Aquel surtidor de frases lapidarias recurrentes, Óscar Wilde, nos dejó escrito que la vida es algo demasiado importante como para ser tomada en serio. De hecho, esa abstracción formada por la suma de presente ya pasado, una memoria mentirosa, y un futuro que no existe, es lo único que poseemos; o sea, humo. Sin embargo, nos hemos obstinado, así en colectivo, en aplicar la visión Bernarda Alba para nuestro devenir común, sobre todo, en esta última década. España se dibuja a sí misma como un erial caminado por los hijos de Caín bajo las lunas trágicas de Lorca. Es como si se hubiera producido un regreso anímico a aquella generación del 98 sobre la que se vierte las sombras de la del 27 previa a la Guerra Civil. El peor síntoma, la extinción del buen humor. Cualquier portada o frase que exploren los límites de cualquier dogma son tachadas como basura ideológica según el bando que juzgue. Aceptamos las gafas inquisitoriales en lugar de la mirada ajena al prejuicio. Ahí quedan como caso extremo las consecuencias sangrientas de aquella publicación de “Charlie Hebdo” sobre Mahoma. La barbarie combina humores coléricos y melancólicos a partes iguales. Yo, según los avisos de los científicos, aunque ya me encuentre construido y con pocas posibilidades de cambios en este cuerpo mío, procuraré dosificar el agua y emplearla, cuando las circunstancias lo aconsejen, en forma de hielo o diluida en esas otras bebidas que tonifican y propician el buen humor, por encima de tanta y tanto criaturo que con toda solvencia predican la tragedia como el estado natural del ser humano. Quizás la afluencia turística aumente en esas ciudades aludidas, quizás sufra graves mermas; nunca se sabe, somos monos curiosos por razón del ADN. Si yo fuera el rector de la Universidad de Padua contrataría ya un buen seguro de incendios y, queridos amigos, ni hace falta que arrojéis las sartenes a la basura, ni que las uséis como excusa.