Con lo difícil que es poner de acuerdo a los vecinos, una comunidad en Madrid dictaminó que una residente afectada por el síndrome de Down no podía coger el ascensor sola, ni acudir a la piscina sin acompañante adulto. Tras el salto de esta decisión fuenteovejuna hasta las mayúsculas de los titulares periodísticos, los administradores decidieron eliminar tales artículos de sus estatutos por el bien de la convivencia. Blanca, que así se llama la chica, ha recuperado su libertad de movimiento en el recinto donde su familia paga los impuestos y sufre imposiciones. Como no puedo concebir una maldad colectiva del vecindario para fastidiar la vida de esta adolescente, tengo que acudir a un paternalismo ignorante, como explicación de este arrebato controlador dirigido hacia una persona. Estoy seguro de que los vecinos quisieron poner normas por el bien de la vigilada. Presumieron, así a bote pronto, que no podría valerse por sí misma. Frente a cualquier accidente tal vez aparecieran reclamaciones de responsabilidad. Sabe dios. Como ya digo, ignorancia sobre la magnitud precisa de estas diversidades funcionales. Soporto amigos a quienes jamás dejaría las llaves de mi casa. No sólo las perderían varias veces en pocas horas, sino al mismo tiempo podrían olvidar una olla hirviendo en el fuego o todos los grifos del cuarto de baño abiertos. En otros casos, criaturas muy habilidosas para sus tareas domésticas chillan como ratas cada vez que tienen que conducir el coche; no soportan cinco minutos de, según ellas, estrés al volante. Ni visten gafas siquiera, ni están afectadas por dificultades sensoriales, ni a nadie se le ocurriría poner en cuestión sus derechos civiles, como el de montarse en un ascensor o el de lanzarse de cabeza a una piscina y sentir la caricia del agua como una garantía de esa libertad en condominio que todos los seres humanos tendríamos que sentir, obligados sólo por la ley de la gravedad, universal y que nos iguala mucho más que las penurias a fin de mes.
Esta iniciativa de los vecinos despegó impulsada a un mismo tiempo por los cohetes de la sobreprotección y la ignorancia. La integración en las aulas del alumnado con necesidades especiales ha sido uno de los grandes logros del sistema educativo español desde principios de los años 90. No se trataba sólo de adecuar los espacios para que alguien pudiera recorrer un instituto completo con su silla de ruedas, que también; además logró que sus compañeras y compañeros conocieran las características de su vecino de banca con un síndrome u otro, con problemas auditivos, motóricos o visuales. La integración más importante no es la de estas personas en nuestro deambular cotidiano, sino al revés, la de nuestras circunstancias diarias en su mundo. Por encima de las marcas corporales que exhiban, las hay más o menos hábiles, más o menos autónomas y con una cantidad de inteligencias desarrolladas o no. Sólo la ignorancia por falta del verbo convivir, lleva a alguien a prejuzgar las capacidades que estas y estos ciudadanos puedan albergar. Yo creo que sería un peligro para cualquiera que se arriesgara a jugar conmigo al pádel, por ejemplo; con mis movimientos tan torpes como bruscos dejaría sin dientes a quien hubiese cometido la locura de encerrarse conmigo en la urna mientras yo portaba una raqueta en mi mano. Sin embargo, nadie me prohibiría la entrada, previa conjetura sobre mi ineptitud. La integración conlleva iguales derechos y deberes con el mismo apoyo social que cualquier ciudadana o ciudadano necesite. En muchas ocasiones problemas tecnológicos elementales solucionan todas las dificultades, pero para todo el mundo. Las rampas, por poner un caso, benefician a quienes paseen a sus padres ya mayores en silla de ruedas. Dejemos que cada una de nosotras y nosotros alcance sus más altas cotas de inutilidad sin que nadie venga a cogernos de la mano bajo el paraguas de un paternalismo carcelario, tan dañino y frustrante como las letras que entraron con sangre, o las etiquetas cosidas sobre la solapa del destino de unas personas prejuzgadas y condenadas por su posible aspecto físico.