Una de las mayores lacras de nuestra democracia es su mudable sistema educativo. Cada gobierno instaura el suyo. Tras 30 años, desde los albores de la Reforma, uno se tiene que sentar, papel y bolígrafo en mano, para recordar las distintas leyes. No sabremos nunca la cantidad de disposiciones, órdenes e instrucciones anejas. Los gobiernos de Franco propiciaron un sistema más estable porque su modelo social estaba muy bien definido, esto es, una sociedad estratificada en la que el cuatrivium EGB-BUP-COU-Universidad seleccionaba al estamento dirigente, otro grupo se encaminaba hacia la Formación Profesional para recibir órdenes, y un inmenso sector marginal, sin estudios, quedaría destinado a los jornales, o encauzado hacia la emigración interna o externa. El maestro era un dios mal pagado; no tenía por qué explicar ninguna de sus decisiones e, incluso, existía la figura de expulsión de todos los centros educativos del territorio nacional. Conozco profesorado joven nostálgico de aquel estatus. La escuela fue calculada como fuente de desigualdad y sembró grandes bolsas de odio hacia la propia institución. Mis compañeros del barrio estaban educados en los futbolines desde los diez años o así. En tiempos de quiebra del Régimen, cuando la terrible crisis económica de los 70, se convirtieron en adoradores del Torete y del Vaquilla, trincaron las recortadas, entre jeringa y jeringa de heroína, y se convirtieron en los jinetes de la venganza de los analfabetos. Uno mató a varias personas durante el atraco y la huida. Fue mi compañero de banca cuando teníamos esos 6 años que fijaron el fin de sus días escolares. Aquella maquinaria educativa ingeniada por Villar Palasí no presentaba fisuras sino las que ocasionaba en el propio pueblo que caía entre sus inevitables cintas empaquetadoras. La democracia española muestra varios encajes aún no resueltos que componen nuestro demencial caldero educativo donde bullen, sin que generen un caldo, los nacionalismos furibundos, la religión en las aulas, los horarios de trabajo familiares, el concepto de docencia y la idea de escuela. Esto funciona de milagro.
Para no parecer menos que los demás, el actual gobierno ya anuncia una reforma que, de nuevo, olvida que antes habría que abordar ciertos cambios que son situaciones de Estado y que exigirían sensatez y moderación para su arreglo. Si uno evalúa este hemiciclo, donde unos se contemplan como reencarnaciones de Lenin en mitad de barricadas, otros como paladines libertadores de pueblos, otros como meros dinamitadores sin planos de construcción, y otros como la reedición de un Cid parido por Santa Teresa, albergaremos pocas esperanzas de hallar vida inteligente. Imaginemos una alumna o alumno que llega a su casa a las 15.00 con la cartera repleta de deberes, los modernos productores de la desigualdad. Sus padres, con suerte, aparecerán a las 16.00, pero en la mayoría de los casos, tienen que regresar al trabajo, de modo que la población estudiantil pasa la mayor parte del tiempo sola para enfrentarse a sus responsabilidades. Demasiado bien marcha todo, ya digo. El fracaso escolar es el fracaso social. Primero hay que modificar los horarios laborales, incluso los modelos de producción para que las familias puedan criar y ayudar a su prole. Este cambio disminuiría el fracaso escolar y los problemas de absentismo y delincuencia juvenil en un porcentaje muy significativo. Al mismo tiempo, nuestras y nuestros responsables políticos deberían de ser condenados a pasar 6 horas sentados en las sillas, pupitres y aulas a las que condenan al alumnado. Las inversiones escolares han sido realizadas en las autonomías según la influencia de los alcaldes y áreas de voto. En Andalucía erigieron, por ejemplo, institutos para pueblos sin niños, a pesar de que habría sido más rentable enviarlos a estudiar a Oxford. Nuestro sistema educativo es el redactado por una clase política a la que hay que aprobar cum laude por haber alcanzado tales cotas de inutilidad tan manifiesta y tan insistente en el tiempo.