Entre la basura informativa diaria es posible encontrar también algunos rasgos de humanidad, hechos que nos revelan sin dudas las cualidades que poseemos como especie. Por ejemplo, la semana anterior se juzgó en Nueva Zelanda el caso de un tipo que quiso regalar un mono ardilla a su novia. El amor tiene esas caídas. El sujeto infectado por el virus de la pasión no se detiene a considerar sus pasos; actuará siempre impulsado por una especie de locura que ya sabemos que no sólo dibujará al objeto del deseo como la única belleza entre el universo, sino que le insuflará fuerzas para acometer cualquier empresa por arriesgada que esta sea con tal de encandilar los ojos de la otra persona que, si también se siente atraída por iguales sensaciones, articulará la otra pata necesaria para ese banco de dementes al que llamamos pareja. Por fortuna, los niveles hormonales de este primer estadio disminuyen en meses, y uno comienza a ver los defectos del otro y a encauzar la relación por senderos menos románticos pero más sólidos en todos los sentidos, alumbrados por la razón y no por la animalidad. Así, el tipo al que nos referíamos, que se ha buscado un pedestal en el museo de la ridiculez, se metió en una zona restringida de un parque donde han introducido diversas especies de simios que, al igual que nosotros sus primos, parece que no llevan bien eso de que alguien se cuele en tu casa durante la noche con intención de robar, de secuestrar en este caso, a uno de los tuyos. La cosa finalizó con una pierna rota, dos dientes perdidos y una lluvia de golpes, bocados y arañazos digna de un concurso de tal competición. Los médicos salvaron su vida pero nada pudieron hacer por su imagen que ha quedado para siempre sucia por los millones de carcajadas que ha contagiado desde nuestras antípodas, junto con los dos años de cárcel, y los varios miles de euros de multa, sanciones que desfiguran cualquier autoestima como un soplete frente a una máscara de cera.
El individuo, al que podemos llamar, no sé, Jhon el del mono, se ha condenado a vagar ante los espejos como un Dorian Gray obligado a contemplar su imbecilidad para siempre. Cuando llegue esa etapa en que toda relación se tiene que volver sesuda y tranquila, o debe ser rota en busca de una nueva pasión, frente a este segundo camino, este hombre se encontraría con la necesidad de realizar algún acto demostrativo de naturaleza aún más absurda y peligrosa que el anterior, con el fin de quedar bien con la nueva pareja. Eso de tatuarse un nombre ya está muy visto. Lo de regalar flores, según el nivel de estupidez conseguido, se significaría como un detalle soso. A este tipo ya le queda o comerse una víbora viva mientras pronuncia el nombre de su amada, o bailar un vals junto a un tiburón blanco de esos que abundan por aquellas playas. Por amor tengo el alma herida, cantaba Camilo Sesto. Él, casi todo el cuerpo. No digo que este sea el caso, pero el problema de individuos que apuestan con tanto ímpetu por una relación, consiste en que de por sí son lo suficientemente irreflexivos como para hacerlo. La sensación amorosa arroja gasolina a una hoguera ya encendida. Una personalidad tormentosa que no se conforma con las 3C para demostrar sus sentimientos, esto es, invitar al cine y a cena con posibilidad de cama, sino que necesita acometer una empresa más grotesca que quijotesca, nos descubre a alguien poco estable. Muchas de estas relaciones se entablan durante la juventud, cuando la experiencia rima con su ausencia. Con gran facilidad el tiempo transforma esas hazañas de opereta en reproches por lo que uno hizo y el otro no. Y en ocasiones, más de la cuenta, esas actitudes derivan hacia un maltrato que, en casos extremos, finaliza en la maté porque era mía desde que le di todo. Es necesario el desarrollo de una educación sentimental de la que llegamos desnudos a un mundo al que venimos para reproducirnos. Huye cuando alguien te regale un mono, sobre todo si es de trabajo.