¿Recuerdan aquel viejo chiste? Tras la prohibición absoluta de practicar sexo, o consumir carne, marisco, sal, azúcar, café, tabaco y alcohol, el paciente pregunta: ¿Viviré más, doctor? Respuesta: No, pero se le va a hacer eterno. Después de un minucioso estudio científico, la revista “The Lancet” ha alertado de que no existe una dosis de consumo etílico que sea beneficiosa para la salud. No se trata de que yo trace aquí una apología del alcohol. Es un demonio, que paga sus tributos a Hacienda, pero al que he visto cómo raptaba familias hacia su infierno, y he contemplado, desde la impotencia, cómo conducía personas por los derroteros de la indignidad. En efecto, quien abre una botella desata la maldición de un genio ahí alojado al que hay que saber encerrar de nuevo en su cárcel a las pocas horas. Quien deja de beber es una heroína o un héroe que se venció a sí mismo. En España es tan difícil ponerse a régimen como abandonar ese hábito de un par de copas del que ahora sabemos, según métodos inapelables, que afectan a la salud. Sin embargo, pocos actos no pecaminosos en mi vida me sientan tan bien como ese de tomarme un par de copas, o varios pares, junto a amigos con los que paso un rato agradable, sintagma de definición compleja para el que no creo que el equipo de la revista “The Lancet” haya diseñado ningún experimento que muestre sus cualidades salutíferas o dañinas para este cuerpo donde la naturaleza te embute sin catálogo de repuestos, ni garantía de kilometraje. La existencia en este planeta está diseñada como para que llevemos a su responsable al juzgado de guardia, y que cada quien siente ahí al que considere. Cada día que amanece perjudica seriamente la salud. Los científicos ocultan a la población mundial que el oxígeno es uno de los peores venenos que flota en la atmósfera y que cada inspiración nos ha oxidado las tuercas como el mar a los barcos varados en su orilla.
Contra esa certeza de la imperfección de la vida, en la que nacemos para desaparecer tras unos giros del planeta sobre su eje, contra esa clarividencia del dolor, en España hemos inventado la dieta mediterránea, una serie de conceptos que arman al individuo para enfrentarse con el sol que le alumbre cada mañana y que pretende provocarle un cáncer, el muy hijo de. Esta dieta alberga una serie de aparentes contradicciones semánticas. Por un lado no es dieta; por otro tiene muy poco de mediterránea. Los tomates, las patatas fritas y el pan que mojo en el huevo, exhiben papeles de extranjería por arraigo social, pero todos, incluida la gallina, saltaron la valla. Sin embargo, la sabiduría española confabuló esos elementos, junto a otros, en una misma hermandad. Sobre un mantel, la ensaladita y el aceite de oliva como sacerdote supremo, hacen compaña al pan, legumbres, carnes, pescados, fruta y, si se está de celebración, su botella de vino del lugar que para eso los producimos con excelencia. Durante esta feria del comer humilde, el postre se convierte en telonero de la sobremesa. Recogidos los platos, desfila la colección de licores escoltada, cual autoridad, por su cohorte de dulces o frutos secos que propician la charla e incluso que los sentimientos se descascarillen sobre el tapete. Nuestros hábitos siguen esa teoría del capitalismo bursátil que indica que hay que saber perder para ganar. Según los estudios científicos aludidos perdemos algo de vida con cada ingesta alcohólica, según las estadísticas de longevidad mundial figuramos entre los primeros puestos, y creo con toda la firmeza del que ya no cree en nada, que obtendríamos la medalla de oro en rangos de felicidad, si pudiéramos expresar cómo estuvo esta fiesta en el preciso instante del punto y final. Con sus risas y sus penas pero con un sabor mediterráneo que no podemos permitir que nos agüen. Dentro de lo posible hay que beberse esto que llamamos vida con prudencia, sí, pero con dos hielos y en vaso ancho, vaya que se haga eterna y no somos una especie preparada para tales arrebatos místicos.