Lunes, resaca. Los defectos de todas las fiestas se resumían en dos apartados, como los mandamientos divinos, pero hoy, por mor de la vida moderna, en tres. Te levantas que te quieres morir; sobre todo, si ese despertar es provocado por la melodía del reloj. Cuando los primeros pasos, tras la obligada orina y el vaso de agua XXL, llega la percepción de la ineludible limpieza del escenario antes hogareño, ahora convertido en agujero negro con su horizonte de sucesos y todo. Comienza el vía crucis de la escoba y fregona en unas condiciones corporales nazarenas que, además, amenazan con vómito y pérdida de equilibrio cada vez que se recoge del suelo cualquier trozo de metralla en modo de ensaladilla rusa a medio pisar, o cristales entre rastros, ya indelebles, de tinto del país sobre el parqué. El karma encuentra su cumplimiento en este camino de espinas bajo la proposición lógica implacable de “el cuerpo la hace, el cuerpo la paga”. A este panorama hay que añadir un inconveniente de rabiosa actualidad nacido desde la torpeza de llevar el teléfono móvil de copas y sacarlo cuando ya los efluvios alcohólicos están realizando su misión inhibidora de las cortapisas que nuestro yo consciente y centrado le marcan a nuestra personalidad. Entonces llega el momento de los mensajes en mitad de la escalada espiritosa. Tras la higienización del espacio, el aseo personal y la ingestión de remedios contra el ya tsunami, más que resaca, llega el dolor por los pecados cometidos en forma de textos enviados por alguien con tu misma cara, domicilio y DNI, que te habita, pero que no eres tú ni por asomo. Tú jamás habrías expresado con tanta soltura esas proposiciones tórridas a esa persona que te gusta, pero a la que te limitas a sonreír en el trabajo y con la que, si acaso, y si muchos astros se conjuran, te marcas unos danzables con él o ella, en alguna celebración del compañerismo laboral por navidades o así. Y ahí estás, sentado en el sillón que exhala aún un cierto aroma a amoniaco para que saliera la mancha de Pippermint, que a nadie se le ocurre ya beber eso, con el cuerpo en estado independentista catalán y con esa mirada vidriosa clavada sobre la pantalla del móvil mientras intentas alejar la idea del suicidio mediante la busca en el listado del top de excusas más usuales.
Yo siempre creí que la tarjeta de crédito era la peor consejera en las noches de farra y descontrol. Ahora concluyo que las modernas tecnologías de la comunicación guardan más peligro que las pirañas en un bidé. Las expresiones textuales suelen llegar acompañadas de un contenido icónico que dificulta mucho la justificación de lo que ahí diga con base en que alguien te quitó el teléfono en un despiste y se puso a enviar mensajitos al tuntún para gastar una broma. No. Estás tú con tus mejores amistades enlazados como si el mundo se terminase un un par de minutos y, además, exhibiendo un surtido muestrario de gestualizaciones hacia el receptor de esos mensajes a cosa de las 2 de la madrugada. No. Las aplicaciones comunicativas han sido cargadas por un diablo que las proveyó de un buen arsenal de emoticonos, gif y otros elementos que no dejan lugar a dudas de lo que pretendes hacer a quien posee la otra línea telefónica, ayer motivo de euforia, hoy causa de pellizcos en el estómago. No. No se conoce aún ningún virus informático que despliegue tanta precisión en los detalles de los lunares que iban a ser comidos a un ser humano, ni que sea capaz de extenderse tanto con el número de posturas sexuales que van a ser realizadas con tal o cual ropa interior, de la que, además, se suele adjuntar testimonio gráfico acusador. Las palabras se las lleva el viento, pero de la escritura e imagen digital queda una huella tan indeleble como la que no habías visto en ese dibujo de la pared, de gran valor, y sobre el que alguien vertió un líquido negruzco que por un instante te rescata de la ruina que has invocado con un aparatito tan inocente en su apariencia como tú cuando estás contigo sin hielo, ni copa balón, ni una rodaja de cítrico.