Cada ciertos veranos me sumerjo, involuntario, en la nostalgia de mi niñez antequerana. El ánimo nubla la memoria y, por afán de supervivencia, anula las fotos feas como las de aquella sensación de temperatura infernal que no distinguía entre la mañana o la noche; o las siestas a las que, sorpresas de la vida, entonces me tenían que obligar mis mayores y, ahora, me conducen mi cuerpo y mente confabulados en su armonía de sueño después de comer. Quedan páginas bonitas en este intransferible ojeo de mi álbum junto a la lámpara como versificó Philip Larking. Las huidas junto a mi perro por llanuras solitarias bajo una sed superada por el ímpetu de la aventura, las sillas en cada puerta cuando el anochecer convertía la calle en un salón común, o aquellos platos de porra de los que no recuerdo haberme cansado jamás. Como ya uno conoce las mentiras de la remembranza ante estos envites de los años, que no significan sino que ni viví deprisa ni ya dejaré un bonito cadáver, procuro volverme objetivo, como hizo el maestro Mondéjar cuando investigaba la etimología de la palabra “rodaballo”: asó uno al horno y, cuando los postres, dio paso al estudio de tan complejo término. Yo planifico el día siguiente. Tras el desayuno, temprano, me dirijo hacia Atarazanas donde encuentro una panadería muy pequeña pero con un pan de cochura y densidad antiguas. Compro más del que necesito porque me conozco y sé que caen luego varios pellizcos. Busco tomates de pera lo más aromáticos posibles, un pimiento verde y una cabeza de ajos de la que sólo usaré uno, fresco, pero uno. Después, en tiendas celosas por los productos que ofrecen, localizo un aceite cuyos matices me convenzan, el vinagre parido por una buena cosecha, y algunas botellas de algún blanco seco, junto a un fino que, una vez refrigerado, usaré para el inicio de este ritual que me reconcilia con mis nostalgias, ficticias o reales, y con mis señas de identidad que, aunque uno no sea raza euskalduna, ni catalana, también las tengo.
Como toda la gran cocina, con permiso de los nuevos chef, la porra tiene su origen en la necesidad que vuelve erudita a la pobreza. Una rápida inyección de hidratos de carbono, grasas saludables, vitaminas y minerales que podrían alimentar como plato único a una familia sin que padeciera carencia nutricional alguna. Tras el plato de porra con su huevo duro, su jamón, el atún y las rodajas de pepino a su alrededor, procede tomar el sendero de la cama como una metáfora de una existencia de la que sabemos en qué hoyo desembocará. No admito que se confunda la porra con salmorejos, pimporretes u otros gazpachos cremosos, ni que se afirme que tiene su cuna en Archidona o en geografías ajenas a su plebeya estirpe. Mi porra es de Antequera porque para eso es mía y sitúo su mito de origen donde lo considero oportuno; en las calles y campos que pasearon mis padres y mis abuelos. Por si alguien tuviera la idea de retarme, acto que siempre acepto como buen megatauro, explicaré cómo elaboro un plato que para mí alcanza categoría de poema épico, regalado a Málaga completa, como la visión de la Peña de los Enamorados desde los dólmenes. Primero se mezcla, entre un poco de aceite, el pimiento limpio con un solo diente de ajo desprovisto de su savia. Luego debe aparecer la pericia del cocinero pues, entre copa y copa del fino, tiene que unir en una sola alma, la carne de tomate, el pan sin corteza, mojado y estrujado como esponja, junto con el aceite. La batidora se usa con paciencia hasta que brote, desde su fondo, el culo-pollo, señal precisa de que el tornado es denso y no se ha parido un sucedáneo. Batidas estas fases en un bol, se añade sal y vinagre, con cuidado, que licua. La porra se come con tenedor; en otro caso, se ha cometido una heterodoxia, tan imperdonable como ese chorro de aceite redundante que algunos perpetran cuando es servida. Ni creo en el cielo ni en la otra vida, pero sí en el infierno, en todos esos errores de los que el propio cuerpo sufre su penitencia, igual que una mala porra, lo mismo que un agosto que no se reconcilia con sus noches.