Los tratamientos personales, como Don o Doña, fueron modificados en Hispanoamérica, apenas se independizó de España, por los de Licenciado, Arquitecto o Ingeniero, aunque no se dispusiera de tales dignidades académicas; efluvios de la Revolución Francesa. Aquellas jóvenes repúblicas querían exaltar el esfuerzo de las personas por encima de las sangres que amamantaran sus cunas. Con el tiempo, los tratamientos simbólicos se redujeron a símbolos sin referente real. Los indianos urdieron una aristocracia de facto, donde ciertos apellidos equivalían a títulos tan nobiliarios como los europeos y con peores conceptos de posesión, estamento y raza, como la historia ha mostrado. Para cualquier sociedad son mucho más importantes sus métodos de control del poder y de la distribución de la riqueza, junto con la permeabilidad social, que la forma política sobre la que se asiente o los protocolos de respeto. Japón y Suecia ejemplifican una eficacia monárquica e imperial superada por pocas repúblicas. Luxemburgo o Liechtenstein conservan aún el boato de los territorios con nombres de fantasía, paisajes verdes como los de aquella caja de lápices Alpino de mi niñez, y príncipes o duques a los que uno imagina en frac y vals permanente. Sus proletarios manejan una pasta del copón y sus auras medievales se diluyen entre los fajos de billetes que se mueven por aquellas tierras burguesas con poca determinación revolucionaria. En el otro polo político teórico, podríamos citar las repúblicas de Suiza, Alemania, Francia, Finlandia o Los Estados Unidos. Todos estos casos quedan lejos de ese otro montón de repúblicas y monarquías con niveles de pobreza, desigualdades e injusticia que difuminan cualquier tratamiento que figure en el pasaporte de esos conglomerados humanos donde es difícil hablar de sociedad.
La monarquía en España fue considerada por los políticos de la Transición como un mal menor que aportaba más ventajas y calma que inconvenientes. Fueron tiempos complejos que hoy más de un Lenin iletrado desprecia. Aquel contexto social no permitía un salto en el vacío hacia una república socialista como algunos sueñan. Juan Carlos I impulsó el régimen democrático en un país donde ya hubiera quedado ridícula e inviable una monarquía a lo Sha de Persia o Rey de Marruecos. No le quedaban más posibilidades. Sin embargo, al socaire de este régimen monárquico parlamentario se colaron privilegios de estirpe como el que arropa a este del ducado de Franco que ahora salta al ruedo ibérico, una venganza más del pasado que, como enseñó Ortega, guardaba su veneno para el futuro. Poco tiene que ver esta España de hoy con la de 1975, excepto en que aún tiene que arreglar asuntos consigo misma frente al espejo. Según informan jurisperitos, la supresión de tal título nobiliario significaría un fraude de ley. La Constitución ampara un régimen monárquico con corte incluida, un peso insoportable sobre las alas de una casa real desprestigiada por un rey que se fue a cazar elefantes pasándose por su noble arco del triunfo no sólo la sensibilidad del pueblo español ante tamaña crueldad, sino también las muchas tragedias en que la crisis económica había sumido a parte de nuestras gentes. Él solito guillotinó el referente moral de la jefatura del estado. Un esperpento como el de Nóos sólo es explicable en un país donde las puertas de las cajas de los bancos se abran mediante el uso de tarjetas de visita sobre las que se impriman escudos y blasones. La propia monarquía tiene que impulsar hoy una situación en la que se anulen esos aledaños del régimen monárquico, esa especie de cortesanía, periférica, pero cortesanía. El caso de los Franco es sólo un ejemplo más de las purulencias que se filtraron hasta las aguas del venero constitucional durante aquellos difíciles años setenta. Las leyes tienen que calificar a la ciudadanía como Don, Doña, Señor, Señora. Caminemos, y el monarca el primero, por la senda de una segunda transición, parafraseando a Fernando VII, rey de ingrata memoria.