En el verano de 2014 viajaba yo en una línea de metro entre Queens y Brooklyn, trayecto que en velocidades neoyorquinas tarda una hora. En aquellos vagones, aún con aires de los años setenta, una pareja dormía. Cabizbajos, oscilaban según designio de las leyes físicas que rigen el movimiento. Ella despertó confusa. Sus ojos, como de pez varios días muerto, me transportaron décadas atrás, cuando la heroína comenzó su siega en mi barrio malagueño. Si tal droga había regresado a Nueva York, pronto lo haría a España y a Málaga, la primera en el peligro de la libertad, como reza su escudo, lema que según épocas puede ser interpretado en uno u otro sentido, dada la ambigüedad que la historia española ha mostrado frente a tal concepto. Durante los años de la dictadura, ese peligro de la libertad caló hondo sobre las hamacas de Torremolinos. Desde aquel hábito de cosmopolitismo, cualquier tendencia proclamada en alguna de las capitales del planeta, aterriza con apenas demora sobre nuestras aceras. Hace unos días, en el puente, junto al Centro de Arte Contemporáneo, una chica interpretaba la performance de vender sobre el suelo, sus medias, el DNI y varios dibujos cogidos de la papelera de algún colegio. Ningún deseo de provocación artística empujaba tal acto. En sus gestos, sólo la urgencia de una dosis. Me crié, sin lamentos, en un barrio de aluvión junto a la, entonces, frontera de la ciudad ante lo que llamábamos, sin mucho criterio, el campo. La construcción barata que proporcionaba una vivienda para el proletario. Emigramos desde un pueblo para habitar otro pueblo mayor, comprimido en breves calles. La crisis de los setenta coincidió con la llegada de la heroína. Algunos jóvenes se refugiaban con sus jeringas y cucharillas para disfrutar aquel nuevo producto en los muchos locales vacíos, o entre el esqueleto de alguna obra abandonada. Sentían la paz de los muertos, preferible a la batallas que enfrentaban como vivos. Luego llegó el SIDA y cumplió sus destinos.
La heroína fue droga de pobres. La generación que hoy disfruta su adolescencia exhibe un poder adquisitivo inimaginable frente al de aquellos años grises del tardo-franquismo. El tráfico de tal sustancia se habrá mostrado rentable según sentencia del capitalismo de esquina, aún más inflexible que el de parqués y despachos. Los camellos me la ofrecían gratis en C/ Sánchez Pastor, o junto al Chinitas. En mi propio barrio podría hasta haber compartido jeringa, costumbre de época. La oferta genera la demanda. Los efectos personales y sociales de este demonio con nombre de mujer son desconocidos para nuestros veinteañeros. La madre de un amigo tenía toda la ropa y la comida en la casa de la vecina para que su hijo, enganchado, no la vendiera puerta a puerta. Los alrededores de la Alameda Principal se abarrotaban todas las noches de jóvenes prostitutas a las que delataba la mirada falta de brillo que se queda para siempre en quienes caen en la llamada de la jeringa. Gil de Biedma escribió que no había tiempo verbal más triste que el futuro pasado. El verano anterior eran muy evidentes los rastros de la heroína por ciertas zonas neoyorkinas. Dos años antes, una de las modas de los distritos marginales consistía en vestir chanclas de tira con calcetines. Ya ha llegado esa ola a nuestras aceras. La juventud ignora la miseria que siembra la heroína. Suponemos que los servicios sociales, policiales y jurídicos acumularon la suficiente experiencia para abordar una catástrofe que nos va a llegar igual que las cadenas de comida rápida. Vivimos desde hace décadas en la aldea global que analizó Mcluham. El mundo del narcotráfico, además de las gestas cantadas en los narcocorridos, también necesita la purulencia de los movimientos de capitales sin control, y de los análisis de mercado que se realicen en bufetes y oficinas, incluso elegantes. Unos habitamos un mundo global, otros en uno privado más amplio que todo mi barrio de niñez y sus tumbas. Igual que un mal verso, la heroína ha venido y nadie sabe cómo ha sido.