El miedo es un escombro moral que invade para siempre el patio trasero de cada persona. Una sensación tan privada e intransferible que no admite medidas o comparaciones y, sin embargo, determina la existencia del individuo en diversos grados. Quien tiene miedo a las alturas jamás probará si quiere ser piloto, por ejemplo, aunque sus sentidos corporales fueran los mejores nacidos en este planeta para tal menester. Por mi cúmulo de miedos no podría ser minero, azafato, submarinista, espeleólogo, vigilante nocturno, médico forense ni enterrador. Mi querido Gaby Beneroso nunca podría haber ejercitado el noble oficio de la apicultura, y bajo ningún concepto podría aficionarse a la entomología, o a la moderna cocina de insectos, una lástima. Y así, cada quien que conoce a cada cual sabe de unos u otros miedos que paralizan, repelen, hacen temblar las piernas y la mandíbula, provocan náuseas y doblegan la voluntad. Si el soldado más duro padeciera aracnofobia, bastaría con encerrarlo en un cuarto junto a varios de estos beneficiosos animalitos para que delatara todos esos secretos militares que nadie podría hacerle confesar a palos. El miedo se asienta con raíces tan finas y profundas que nos posee como un diablo; nos esclaviza cuando muestra su rostro. He conocido alumnas que se orinaban encima cuando oían los primeros clics de la llave de su padre en la cerradura de la entrada; aunque la familia se libró del monstruo hace años, una de esas chicas apenas sale a la calle porque sólo se siente segura entre las paredes de su cuarto. Una prostituta del este europeo ingresaba en ciertos bolsillos una cantidad mínima mensual para que no asesinaran a su hijo en su país; alegre y ligerísima de ropa intentaba captar el mayor número de clientes por noche para finalizar cuanto antes aquella condena provocada por su pesadilla. La condición de héroe, de heroínas en estos casos, y de rebelde, también tiene sus límites siempre trazados por el miedo.
Una mujer aprende a tener miedo desde pequeña. La familia (por miedo) la educa en tales grados de prudencia que la chica, cuando adolescente, ha contraído el miedo casi como una enfermedad genética. Sabe que no debe regresar sola a casa por la noche, que debe huir de los extraños y que tiene que cruzar de acera si ve un grupo de chicos que caminan hacia su dirección. Las mujeres son ciudadanas de segunda, desprovistas de los mismos derechos de un varón que podría pasear solitario si le diera por dedicarse a escribir poesía romántica a la luz de la luna. Si sucediera algún altercado sería para robarle la cartera, no para violar su cuerpo. En el caso de una mujer se producirán con mucha probabilidad ambos sucesos e, incluso, la muerte si se resistiera al segundo; el macho de la especie que se atreve a tal tipo de posesión usa su pene como arma y su arma como pene; cuando actúa ya va pertrechado de una inmensa dosis de violencia, en parte aprendida, en parte desarrollada. Como ha demostrado la reciente sentencia sobre los hechos acaecidos en Pamplona durante los Sanfermines entre una mujer y cinco hombres, nuestro código jurídico no contempla los imprevisibles efectos del miedo sobre una persona. Los judíos no se alzaban contra aquellos captores que habían sabido inyectarles la cultura del miedo y la miseria en cada una de sus horas. Cinco tipos se acercan a una chica que, de golpe, comprende lo que sucede como un pájaro que descubre ante sí los colmillos de la serpiente. Los miedos acumulados desde la niñez y las advertencias familiares afloran; como ella misma confesó, sólo quería que aquella situación finalizase pronto, se sometería a la voluntad de cinco tipos contra los que no cabe la mínima defensa, como estoy seguro de que hicieron miles de judías violadas por los nazis, de alemanas violadas por los rusos, de esposas violadas por sus maridos, o de hijas violadas por sus padres. Un código jurídico tan técnico y una retórica forense tan torticera que olvida el miedo al que condenamos a nuestras hijas.