Cuando uno es joven, si alguna vez piensa en la vejez, la imagina como una cuesta hacia abajo, un deterioro progresivo y día a día, hasta que aparezca el punto y final ese que nadie conoce. Después llega el tiempo y desmonta todos los cálculos. La vejez moldea al sujeto paciente igual que si lo arrojase por una escalera de peldaños desiguales. La persona desciende por el tobogán, se chorrea, así en malagueño, y de golpe, zas, pum, catapum, has envejecido tres años más que ayer y no te funciona un codo, un riñón, medio hígado, la cadera, y así cada mañana. No transcurre la misma edad entre los cuarenta y cincuenta, que entre los setenta y cinco, y los ochenta y cuatro. El tiempo ahí sí que se vuelve ondulaciones melosas e imprevisibles, en ese período se hace bien relativo y un año equivale a lo que él quiera, no a lo que marquen los calendarios. Si alguien tiene la suerte de alcanzar esas cimas de su cronología, tan personal e intransferible, entonces es cuando tiene que aprovechar las horas porque puede asegurar que no habrá dos iguales y, además, cada una acumula su veneno. Pero el hombre propone y las circunstancias, todos esos elementos que vienen a fastidiar los buenos planes, disponen. Veamos. Una madre de las de antes, de las que perdían su condición de persona, incluso su nombre, para convertirse en mamá por tiempo completo, se encuentra al fin sola cuando bordea los sesenta, próxima ya a ese horizonte de sucesos en que los minutos se vuelven como de chicle en un sentido o en el otro. Los achaques aún se anuncian como un runrún lejano y no es necesario el pastillero para organizar los medicamentos. Aún puede aprender a usar el móvil y gestiona su vida sin graves problemas. A esa edad, una madre ha descubierto la satisfacción de ser su propia esclava del hogar, de cocinar según su gusto el cocido sin atender a mayores manías que las que ella se permita, y cose por las tardes para reparar sus propios paños. Una existencia como ciudadana que a esas alturas, le devuelve, incluso le descubre, su condición de timonel de su propio barco. Pero todo paraíso aloja su serpiente.
El fracaso escolar, una buena porción de la delincuencia juvenil, la falta de iniciativa y emprendimiento, la mínima capacidad de ahorro que presentan las familias, y la sensación de esclavitud que el trabajo conlleva, son fenómenos que alojan sus raíces en los horarios laborales tan dementes que soportamos en España y a los que parece que ningún gobierno quiere poner solución, ni los sindicatos buscan priorizar en sus demandas. Nos gustan las cadenas, en efecto. Centremos el foco ahora en los hijos de la señora del párrafo anterior. Marcharon de casa hace algunos años y han decidido tener descendencia. La pareja trabaja en el sector del comercio. Pueden llevar a su pequeña al colegio, pero no pueden recogerla, ni darle su almuerzo, ni encargarse de ella por las tardes; incluso, la nieta tendrá que dormir con la abuela algunas noches de fiebre que a esas tempranas edades son muchas. Y así durante un largo período hasta que la chica prefiera estar sola en casa , y demande organizar sus jornadas entre los vaivenes de la adolescencia. Gracias a esa incoherente temporalización en el trabajo exigimos a nuestros jóvenes aptitudes de héroes y heroínas, una responsabilidad a edades en las que el cuerpo y el alma piden juego, a la vez que los libros reclaman una dedicación intensa. La otra cara de esta falsa moneda, la de la abuela, es aún más amarga, le estamos robando los últimos coletazos de su primavera, antes de que padezca un invierno que no mostrará ninguna misericordia como suele tener por costumbre. Con todo amor, y con toda la dedicación volverá a preparar menús según apetencias ajenas; lavará, coserá y planchará para que el mundo se ordene con limpieza y decoro. Entregará los últimos capitales de una vida prestada de la que nunca pudo disponer. Sus descendientes no han sabido solucionar un problema social que afecta a tres generaciones como esas manchas que atraviesan varias vidas.