Al humano le tira la tragedia, a pesar de que si preguntásemos por la calle, toda y todo entrevistado afirmaría que le gusta más reír que llorar, salvo si realizáramos la encuesta en el portal del club sado-maso. Una tragedia griega parece que desentraña un pensamiento profundo, tal como un pescador arrebata al abismo sus mejores piezas. Deja traumatizado a un público que marchará cabizbajo hacia casa sumido en la duda de si se sacaría los ojos en el caso de que se hubiese acostado con su madre antes de matar a su padre, o si sólo optaría por huir como refugiado a Suiza, tan de moda entre los edípicos sociales de estos tiempos. La comedia, sin embargo, no conduce a nada. Uno se ríe, y es capaz luego de tomarse cuatro cervezas con quien lo haya acompañado al cine, y minutos más tarde hasta se morrea a tornillo con su acompañante, entre risotada y risotada, aprovechándose del buen rollo ambiental que expande ese género literario. Pero no, esto es un valle de lágrimas tal como nos han enseñado desde pequeños, y parece que ese concepto arraigó en el torrente anímico para teñir desde ahí nuestra mirada como un parásito ocular. La española cuando besa, es que besa de verdad, no como aquellas nórdicas que venían a la Costa a liberarse para liberar de prejuicios a una horda de cejijuntos perjudicados por tanto efluvio de Varón Dandi y Jabón Lagarto. El pasado viernes fue el día del beso. Pero el viernes pasado coincidía con el número 13 del mes, y ya digo que pueden más dos tragedias que dos carretas. Contemplé por redes y carteleras, muchas más alusiones a pelis de terror que a comedias románticas, o a meras escenas donde un beso se alojase en la zona áurea del deseo. Y creo que no habría ninguna disensión en que cualquier beso, casto o libidinoso, seco o mojado, de doble rosca o de simple roce en los labios, es mucho más agradable que una motosierra sobre la espalda. Poseídos por la tragedia, nos conducimos bajo la retórica de un gen Unamuno que adereza la angustia e impide que para el homo sapiens tragicus, el estar aquí ahora desprenda la simpleza de un beso.
Hace muchos años, la Universidad Menéndez Pelayo me becó para un curso sobre literatura fantástica; aprendí que el terror ofrece una respuesta al más allá, al gran miedo de que tras la última luz, allí no exista nada, idea a la que nuestro cerebro es incapaz de dar forma o color y, por ello, rechaza. Nuestra mente prefiere escenificar un infierno con exuberantes vampirellas, espectros y psicópatas enmascarados. El cálculo del vacío exige una ingente inversión de valentía. Y entre estas elucubraciones se nos pasa la existencia como burbuja por copa de champán, única verdad absoluta que despreciamos hasta que el final del trayecto se nos anuncia una mañana frente al espejo, cuando ya no existe convocatoria extraordinaria, ni prórroga. Una pintada que ciertos alumnos de la revista “Tediria” escribieron sobre las paredes del IES Sierra Bermeja, chilla al viento, “Epicuro Forever”, como alegato contra el tedio de los días. Si no pudiera ser forever, pues nuestra configuración sentimental lo impide, al menos deberíamos de ser epicúreos para esos días señalados como el pasado viernes, cuando tendríamos que haber rimado besos de toda condición para expresar nuestra mejor cualidad como humanos, la de la alegría y su efecto de risa, tan despreciada por una buena porción del intelecto solvente y de meditar hondo, como la negrura de un pozo. Somos simios tan trágicos que incluso la inmortalidad nos haría infelices, como me enseñó el mismísimo Borges. Cubrimos cualquier acto cotidiano con esas mantillas de luto que teje el veneno escondido en los conceptos, “eres un besucón”, arrastra una connotación negativa en castellano y “no me hagas reír” señala la dirección de ese barrizal por donde nos encanta dar paseos. Es imposible ir dando besos ni en un viernes dedicado, y la euforia siempre se consideró síntoma de locura. Si nos creyéramos la vida, si considerásemos su valor único por irrepetible, la intentaríamos vivir dando paz y, si no amor, cariño al menos. Más besos y menos lágrimas.